El gran Arrebato del cine español
2septiembre 10, 2013 por Roberto García-Ochoa Peces
UNAS NOTAS SOBRE EL DIRECTOR
Iván Zulueta es el nombre del director causante del mayor Arrebato vivido dentro del cine español. Se interesa desde pequeño en el arte en general y en la estética pop en particular, y rodeado siempre de gente inmersa en el ámbito cultural (su padre fue director del festival de cine de San Sebastián; tiene como profesor a José Luis Borau, una de las figuras del cine español de siempre; …) se especializa en el diseño de carteles, creando las imágenes de algunas películas importantes de nuestro cine, como Viridiana, de Luis Buñuel, o Furtivos, del citado Borau, así como otros pósters para varias películas de su amigo Pedro Almodóvar -he aquí el germen de la conexión entre ambos autores, más allá de las evidentes coincidencias temáticas, en menor medida estilísticas, presentes con posterioridad en sus trabajos-.
Nos encontramos, por tanto, ante una persona sin lugar a dudas inquieta, con la necesidad de crear, pero cuya obra en lo que a la filmación se refiere no es todo lo prolífica que un admirador suyo desearía: realmente sólo tiene otro largometraje además de este que nos ocupa, Un, dos, tres, al escondite inglés (1969), y unos cinco cortometrajes. ¿Por qué es esto así? Dejando a un lado la inequívoca independencia (en todos los sentidos) de sus trabajos, que le dificultan sobremanera llegar a un público amplio (y, por ende, a un productor razonablemente emprendedor), el problema, o problemón, ante el que se topa es a todas luces (re)conocido: drogas. El consumo y adicción le resultan inevitables en aquel ambiente en el que todas las nuevas posibilidades estaban al alcance de la mano, y en el que se tienen las ganas de “probar” y experimentar lo desconocido, lo inalcanzable hasta ese momento. Y precisamente de las drogas y otras adicciones nos habla en Arrebato, envolviéndose así realidad y ficción de manera irreversible y quedando el espíritu del momento muy presente en el film.
ARREBATO, O EL VAMPIRISMO EN LA IMAGEN
Porque, en efecto, Arrebato es una película sobre la adicción y sus riesgos; oscura a menudo, optimista y feliz en algunos momentos, inquietante siempre, absurda y surrealista a ratos, y terrorífica al final, muy próxima al más gélido escalofrío. Pero ante todo es una película, dejémoslo meridianamente claro, rara, muy rara, que apenas encuentra parangón internacional (quizás un David Lynch podría asomársenos al pensamiento, pero no debemos olvidar que éste realizó su debut en el largo con Cabeza borradora justo al tiempo que nuestro Iván rodaba su rareza… una caprichosa coincidencia del destino, el unir temporalmente el proceso creativo de dos genios con inquietudes artísticas perfectamente equiparables). Tanto fue así que, por supuesto, resultó incomprendida para el público de la época y fue apenas valorada por ciertos sectores críticos, siendo muy difícil de ver desde entonces (pases aislados sin más en algún festival), forjándose por tanto una fuerte estela de película de culto que ha permanecido con el paso de los años. Su recuperación por fin en DVD hace unos años, por parte del diario “El País”, permitió su deseado (re)descubrimiento, aunque fuera a través de una primaria copia; un tiempo después, Karma Films nos ha brindado su debida degustación gracias a una impecable edición, que incluye una restauración de imagen y sonido del máster original, así como contenidos adicionales de peso: el cortometraje del director Leo es pardo y dos documentales imprescindibles para ahondar en la estela del cineasta y su obra: Ivan Z, de Andrés Duque, y Arrebatos, de Jesús Mora.
Resulta poco menos que un despropósito el contar su argumento, pero se intentará: José Sirgado (Eusebio Poncela) es un director de cine (de cine, por decirlo de alguna manera, también “raro”) que se encuentra en una crisis, se intuye creativa, pero sobre todo personal y sentimental. Continuas broncas y desapegos con su pareja Ana (Cecilia Roth) le traen por el camino de la amargura, a lo cual hay que añadir su adicción a la heroína, así como, por si fuera poco, la inquietud que le supone recibir paquetes de un antiguo conocido y admirador suyo que se hace llamar Pedro (Will More), obsesionado con el medio cinematográfico y su perfección. Todo lo que pudiera explicar a partir de aquí carecería de un sentido más o menos decente, puesto que la película deviene en una espiral de extrañeza, inquietud, terror, subyugación o, en resumidas cuentas, cuelgue (una palabra que le viene muy al pelo) de mucho cuidado; sin embargo, es menester concretizar sus gozos y sombras más remarcables.
La película contó con un escaso presupuesto (el mismo director ha reconocido que lo calculó exactamente en función de los rollos de celuloide que utilizaría), y durante el rodaje parece que existió un ambiente de distensión y desenfado, en la práctica una amistad reconvertida en continua experimentación delante de las cámaras. Esto, unido al personal mundo creador de Iván, dio como resultado una película donde se puede palpar el espíritu a todas luces independiente en el que se forjó; un mundo completamente nuevo pero, sobre todo, muy extraño y misterioso, al cual no podemos dejar de mirar, absortos por las tibias imágenes que pasan fugaces ante nuestros atónitos ojos.
Este particular asombro nos lo brindan en bandeja los personajes, haciendo mención especial al interpretado por Will More, Pedro, la muestra perfecta de lo que es un “freak”: un personaje genuínamente raro pero en extremo fascinante, por la incomprensión que de su mundo particular en principio se nos plantea; sin embargo, poco a poco y a medida que avanza la historia, cada vez se nos “acercará” más, brindándonos así la posibilidad de sonsacarnos un cierto cariño o, cuanto menos, preocupado interés hacia él. No deja de ser un personaje aislado en sí mismo, incapaz de adaptarse al convencionalismo de la vida tal cual, que se niega a acatar los síes ortodoxos de la existencia para poder evadirse hacia lo que él más ansía en su vida: el cine y el esfuerzo más denodado posible de atrapar con su cámara la esencia del mismo. No se trata de ningún loco o enfermo mental, en absoluto, es más bien un apartado -en esta ocasión casi por sí mismo, por decisión propia- que busca “la verdad”, que no es sino su verdad. No deja de resultar curioso, a este respecto, que cuando esnifa cocaína salga de su estado infantil para presentarse como una persona más o menos razonable, capaz de emitir y valorar juicios ajenos… Evidente broma metafórica planteada por Zulueta, rebelde siempre. Como curiosidad, y por lo que se ha podido saber, el propio Will More no distaba mucho de su propio personaje en la película, de hecho fue una elección personal de Zulueta, amigo suyo, que siempre lo vio en el papel y no se imaginaba a otro que pudiera interpretarlo mejor (de nuevo aparece aquí la fina película separadora de ficción y realidad).
Y la valoración de Pedro nos lleva irremisiblemente a la comparación con su admirado José Sirgado (Poncela), puesto que éste también busca “algo” en el cine, intentando hacer películas de manera más o menos personal pero no obteniendo nunca nada a cambio; o al menos no se nos da la impresión de que sea feliz con ello, ya que aparece apático y decaído desde un primer momento. Al contrario que Pedro, José es incapaz de evadirse a su mundo particular con lo que hace, aunque ese mundo pudiera derivar en algo aparentemente absurdo y banal, y por ello no tiene otra salida que la autodestrucción que le supone la heroína. Pero es justamente cuando recuerda su encuentro con Pedro (a través de la prima de éste, y amiga suya, interpretada por la siempre entusiasta Marta Fernández Muro), en una casa en el campo a las afueras de Madrid -simbolizándose así una posible vía de escape, o libertad-, cuando comienza su progresiva inquietud y admiración hacia él y su universo particular, así como hacia su visión obsesiva por el cine, llenándole de alguna forma, dándole que pensar, y preocupándole también sobre lo inexplicable del contenido de las cintas que le envía…
La película roza la ciencia ficción cercana al terror por momentos, como cuando conocemos a Pedro y éste es capaz de arrebatar no sólo a José ante una serie de imágenes aceleradas en una pantalla de televisión, sino también a nosotros mismos, al espectador, alucinado ante lo que observa, inquieto y cuestionado sobre ese ambiente enrarecido constantemente respirado en el film. Una de tantas muestras sobre la capacidad de seducción de esta película, de puro hipnotismo ante sus imágenes (muchas veces a priori inexplicables, pero siempre verdaderamente fascinantes). Un proceso abierto de vampirización de nuestra mirada frente a la imagen cinematográfica, cuando ésta es capaz de subyugar a aquélla.
Pero no todo es misterio y cripticismo aquí, también hay lugar para el sentimiento de cariño más puro. La contemplación sincera, el disfrute despreocupado y feliz, aparecen claramente reflejados en algunos de esos momentos de arrebato que nos brinda el entrañable Pedro. Momentos como el magnánimo disfrute de José ante el álbum de cromos de “Las minas del rey Salomón”, o de Ana (C. Roth) ante un sencillo muñeco de Betty Boop (personaje en el que se transformará posteriormente, para deleitarnos con un baile muy especial y sintomático sobre la ilusión y optimismo natural del personaje), o del mismo Pedro cuando corretea entusiasmado y alegre alrededor de su cámara tomavistas del paisaje soleado; instantes que nos remiten a la infancia, a la pureza y al corazón mismo de los personajes. Es el optimismo del que hablaba anteriormente, no todo es negrura.
Aunque al final sí es cierto que todo se oscurece, hasta el punto de alcanzar un tono negrísimo. La progresiva consumición de los personajes se hace cada vez mayor, obcecados por el medio fílmico y sus más profundas entrañas, llevándonos a momentos a la par inexplicables y terroríficos. Imágenes que nos cuestionan acerca del propio medio, de su capacidad de vida propia, de la toma de partido del propio cine; un ejercicio de metalenguaje auténtico llevado al extremo, al límite de lo concebible y tolerable para el espectador, que sufre ante lo que ve, cuestionándose si se lo cree o no, pero que, sobre todo, permanece increíblemente perplejo, retenido, absolutamente arrebatado ante la pantalla, cual José Sirgado ante el inefable ejercicio de la cámara en los instantes finales. Es entonces cuando cobra pleno sentido la famosa frase pronunciada por él al principio de la película, ataviado con unos prominentes colmillos postizos: “No es a mí a quien le gusta el cine, sino al cine a quien le gusto yo”…
Arrebato, esta increíble e incomparable película-referente de toda la cinematografía española es, en definitiva, una arriesgada e inteligente exploración de la imagen y su impacto en el vidente, que determina con fruición y una inexpugnable y fresca imaginación su efecto fascinador e inquietante, su intrínseco sentido ambivalente. Y una exploración nada convencional, absolutamente despeinada de todo, al margen, radical, independiente; libre, al fin. Un cine que permanece fresco con el paso del tiempo, un cine necesariamente distinto para salir de la vulgaridad comercial estandarizada -en menor medida entonces; de manera lamentablemente presente y constante ahora-. Una película de merecido culto. Cine atrevido a crear y a mirar de tú a tú al espectador, hasta el punto mismo de la mutua devoración.
En realidad no pasa de un experimento, de algo surgido de una mente extraña. Pero tiene algo que atrapa, que subyuga e irremediablemente te hace seguir viendo la. Cierto, no sabría definir el que, pero si que es algo que otras no tienen.
De cualquier manera si alguna película española merece el calificativo de culto…Sin duda es es esta. Cuidate
En efecto, plared, así es. Y además siempre descubres algo bueno con cada nuevo visionado, y eso sólo lo atesoran las grandes obras, o las más curiosas al menos.
Un saludo y gracias por tu comentario.