Crónica de Sitges 2014. Lunes 6 de octubre
Deja un comentariooctubre 7, 2014 por Roberto García-Ochoa Peces
Empieza la semana en Sitges y mientras la gente normal pasea al perro, lee el periódico o va a comprar verduras, la fauna festivalera sigue a su rollo: películas y más películas en un no parar definitivamente enfermizo. Hoy desayuno por primera vez con el buen crítico y mejor amigo Alfredo Paniagua, de fiebredecabina.com. Debemos ser de los pocos toledanos por aquí; orgulloso de la compañía y de todos esos buenos momentos que, a buen seguro, nos quedan por vivir en medio de tantas proyecciones (discusiones argumentadas inclusive).
Nos metemos juntos en el Retiro para el primer pase del día: Starred up. Y lo que nos encontramos es un tremendo retrato carcelario, seco, directo, sin concesión alguna de cara la galería, y carente por completo de cualquier alivio en forma de humor. Todo ello para testimoniar la presencia de un chico de 19 años que acaba de ingresar, y que de ha de convivir en este inhóspito ambiente; un torrente nervioso tal que hace frente a los clanes establecidos… entre los cuales se encuentra su padre. Una aproximación muy diferente a la habitual en este tipo de realizaciones, propulsada gracias a un espectacular trabajo de los actores en su conjunto, al nervio narrativo y a la brutal sequedad de la puesta en escena por parte del realizador David Mackenzie. Cero por ciento de cine fantástico, cien por cien de adrenalina, de puro veneno inyectado directamente en el bajo vientre. Perfecta para revolver el desayuno.
Ante semejante ración de carne cruda, lo que viene a continuación raramente impactará. Y así ocurre con The voices, realizada por Marjene Satrapi, la directora de la afamada Persépolis. La historia de un psicópata (Ryan Reynolds, de nuevo insulso) que dialoga con su perro y su gato para seguir sus consejos de cara a mejorar una evidente falta de sentido emocional. No hay interés alguno en ahondar en el terrible trauma que padece el personaje, ni tampoco demasiada gracia en un guión que tiende a enfangarse en el terreno de lo naif. Como consecuencia, resulta una cinta sospechosamente simpática donde da la impresión de que la directora no termina de casar con el género, confundiendo estética con contenido. Una decepción.
Paseo ligero hacia el Auditori para una sesión doble antes de comer (sí, serán las cuatro y media de la tarde y no habré ingerido nada desde el desayuno). Primero, la cinta alemana Stereo, de Maximilian Erlenwein. Un thriller que aborda el traumático destape del pasado de un hombre de rasgos duros que quiere comenzar una nueva vida… pero al que la aparición de una persona encapuchada que le hace sombra y que sólo él puede ver, viene a truncar su tranquilidad. Correctamente realizada, no es hasta su tramo final cuando la cinta despliega todo su potencial, permaneciendo el resto del metraje en un tono bastante monótono y donde la relación principal ni siquiera llega a explotarse aun con sus múltiples posibilidades de exploración; pasará del todo desapercibida en esta edición, al menos en lo que a un servidor respecta. Menos mal que, a continuación, el film de Quentin Dupieux, Realité, consiguió sacarnos precisamente de esa realidad estándar en la que habitualmente estamos inmersos, para hacernos viajar en un bucle inesperado donde la interconexión con nuestros semejante es total y sorprendente. Este director francés ya ha demostrado sobradamente que su capacidad de imaginación no alberga barreras, tal es su genio para idear una historia así de bizarra, un ejercicio de brillantez metacinematográfica repleta del humor absurdo que sólo unos personajes tan (a)normales y bien definidos como los que por aquí pululan pueden conseguir. Y si a la fórmula anterior se le añade un sustrato de música electrónica en loop, el objetivo de idiotizar nuestra mirada queda plenamente conseguido. Definitivamente, Quentin Dupieux juega en otra liga distinta.
Ocurre que cuando una cinta despierta cierto revuelo y expectación previo a su pase oficial, o bien la sorpresa positiva finalmente no es tal, o el batacazo en forma de decepción se antoja de proporciones mayúsculas. Con Cold in july ocurre lo segundo. El año pasado Jim Mickle ya demostró en Sitges su buen gusto por el aroma clásico en su excelente We are what we are, y lo cierto es que algo de ese elegante sentido de la composición en el plano permanece en esta última realización, pero en esta ocasión gran parte del posible impacto que pretende transmitir la cinta hacia el espectador se pierde a través de un guión inestable y con algún que otro agujero de bulto. Se trata de una suerte de western urbano que si bien en sus primeros minutos sabe aproximarse, hasta un nivel de detalle ciertamente incómodo, hacia el dolor que causa la muerte del prójimo, a medida que nos acerquemos a su apoteósico final esa perspectiva de análisis racional se devalúa en pos de un ejercicio de venganza bastante increíble y manido por lo demás. Aunque lo que sin duda termina por desconcentrar el foco es la música electrónica que Mickle escoge para acompañar a las imágenes: un horror de cruce entre el impulso estético de la reciente Only god forgives y el punteado nervioso que el maestro Carpenter proponía en Halloween. Aún queda mucho camino por recorrer para este joven director, y talento cinematográfico no parece faltarle; únicamente es necesario que se centre en lo esencial y evite dar rodeos innecesarios.
Y como fin de fiesta, y llegado in extremis desde la anterior por culpa de un nuevo apagón en el festival (segundo día consecutivo), toca algo fuerte. The canal, dirigida por Ivan Kavanagh, aborda el tema de las casas con pasado de violencia y sangre y de cómo eso afecta, en este caso, al cabeza de la familia ocupante. Sí, un tema ya demasiado manido (también en este festival), pero donde The canal sabe bucear para concentrar su esfuerzo en una propuesta estética incómoda y basada en la agresión visual bien dosificada. Comentaba ayer que Home, una cinta de argumento parejo, pecaba del recurso continuo a la elevación del volumen para así esconder su falta de autenticidad; pues bien, la cinta que nos ocupa también hace uso del inevitable recurso, pero de otra manera: aparece en contadas ocasiones, y cuando lo hace, resulta incluso más violento y desproporcionado -por no decir auténtico- que en aquélla. Además, aquí el juego es psicológico: la resolución de la trama resulta fácilmente adivinable desde el momento clave, por eso a partir de ese instante el interés radica en explorar la mente del protagonista, enfrentado a sus miedos y al reto de la protección de su hijo pequeño: ¿cuánto de materialización hay en sus visiones, y cuál es el grado de relación de estas con su trabajo habitual de contemplar filmaciones de archivo de atroces asesinatos históricos?
Para pensar sobre estas y otras cosas mucho menos importantes, marcho a cenar con dos compañeros de andanzas festivaleras: Verónica y Nico. Sólo son las 22.30 y hoy merecía una buena hamburguesa (en Sitges hay muchas, algunas de ellas casi notables). También un whisky on the rocks con el gran Alfredo, qué mejor manera hay de cerrar un círculo e inspirar todas estas palabras de incierto sentido.