Tarde para la ira, de Raúl Arévalo
mayo 15, 2018 por Roberto García-Ochoa Peces
Tarde para la ira supone el debut en la dirección del actor Raúl Arévalo. Una ópera prima que sorprende por su solvencia, sobriedad y arrojo cinematográfico, fruto de alguien que ha crecido entre rodajes, y que viene a confirmar el excelente momento que vive el cine de género policiaco hecho en España.
Título original: Tarde para la ira
País: España
Año: 2016
Duración: 92 min.
Director: Raúl Arévalo
Guión: Raúl Arévalo, David Pulido
Fotografía: Arnau Valls Colomer
Música: Lucio Godoy
Género: Thriller
Productora: La Canica Films / Televisión Española
Nervio cinematográfico desde el minuto uno
No cabe duda que el thriller español está viviendo una nueva etapa gloriosa; una ola refrescante, gigantesca y tan poderosamente llamativa que resulta imposible no prestarle la debida atención. Si fijamos como ficticia frontera temporal el siglo actual, todo haría indicar que fue Juan Carlos Fresnadillo el encargado de abrir paso con la sorprendente Intacto (2001), y sólo una temporada después Enrique Urbizu confirmaría que era posible hacer un policiaco vigoroso dentro de nuestras fronteras en La caja 507 (2002). Pero ha sido en los últimos años cuando se ha producido una irrupción contagiosa entre nuestros realizadores, (re)produciéndose obras marcadas por patrones estilísticos y temáticos similares, y con la particularidad de hacer hincapié (crítico) en lo nuestro, sin perder de vista la más rabiosa actualidad; así se han sucedido, entre otras, Celda 211 (Daniel Monzón, 2009), No habrá paz para los malvados (Enrique Urbizu, 2011), Grupo 7 (Alberto Rodríguez, 2012), El niño (Daniel Monzón, 2014), La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014), El desconocido (Dani de la Torre, 2015), Cien años de perdón (Daniel Calparsoro, 2016) y Toro (Kike Maíllo, 2016), a las que habrá sumar el inminente estreno de El hombre de las mil caras, del referido y exitoso Alberto Rodríguez.
Tarde para la ira, que supone el debut en la realización cinematográfica del conocido y simpático actor Raúl Arévalo, incide en esta valiosa corriente. Y lo cierto es que resulta sorprendente la visión planificadora y capacidad ejecutora que desempeña tras las cámaras, si bien viene a demostrar que, más allá de su apreciable cinefilia y (buen) gusto por el aroma clásico, sus numerosos rodajes le han valido para adquirir un profundo conocimiento del medio, aprendizaje que ahora viene a poner en marcha con suma dedicación y cuidado. Y para ello se ha sabido acompañar de un plantel de actores eficiente e igualmente talentoso, entre los que destacan su amigo y habitual compañero de andanzas en las películas firmadas por Daniel Sánchez Arévalo, Antonio de la Torre, y Luis Callejo, otro de tantos ilustres secundarios de la escena española; a ellos se añaden la imponente presencia de Ruth Díaz (premio en Venezia 2016) y el camaleónico Manolo Solo, entre otros nombres no por desconocidos menos sorprendentes.
Todo resulta más sencillo cuando tienes delante a un grupo humano que sabe atender y desempeñar con estricta fidelidad tus órdenes, pero sin la necesaria virtud organizativa del director, la orquesta terminaría por desafinar en alguno de sus costados. Y aquí hay que apretar mucho el oído para escuchar notas discordantes. Arévalo apunta, primero, el ritmo que quiere imprimir a sus imágenes y, fríamente y tras un doloroso proceso de rabia contenida, pesaroso pero determinante a la manera de alguno de sus caracteres, las dispara sin reparos después, dotándolas de un inquisitivo crecimiento que termina, claro está, por explotar con virulencia y desamparo, en un visceral crescendo narrativo impropio de un debutante. Apuesta por cercar la obsesión que atañe a sus personajes, por retratar en primer plano sus miradas de pasión, inundadas de celos, odio y venganza, e indaga en la credibilidad de los rostros y los cuerpos sudorosos, manifestación de un turbulento y aún no extirpado miedo interior. Y atiende a momentos de sensibilidad (que no sensiblería) esparcidos en un relato duro y sobrio hasta la incomodidad, lo que genera un contraste tonal que hace entrever una improbable sonrisa… extirpada sin demora. Todo ello filmado bajo una textura generosa en grano y de aspecto rugoso –marca de Arnau Valls Colomer–, que hace redundar a la obra en una estética de la sequedad tan inapelable como eficaz.
Y es que hay vientos de western que circulan sin disimulo a lo largo de la película, y aunque esta se desarrolle en su mayoría como thriller urbano inteligentemente punteado con notas de crítica social adheridas a la idiosincrática sociedad española, es inevitable que acuda a nuestra memoria un cineasta tan poderoso como Sam Peckinpah, por cuanto la expresión salvaje de esa violencia agazapada en el seno de seres atormentados con apariencia de normalidad, semejanza explicitada espacialmente en el tramo final. A quien le parezca exagerada la comparación, también puede acudir al visionado, más cercano, de una obra que cumplimenta esa condición de pieza convenientemente agazapada entre la vasta producción cinematográfica de nuestro país: La noche de la ira (Javier Elorrieta, 1985), filme con el que no solo comparte la composición de su título y que, a buen seguro, Arévalo tiene entre sus preferidas.
Por último, no debe caer en el olvido la música -compuesta por Lucio Godoy- que atraviesa la indigesta raíz de Tarde para la ira, de carácter tribal y que viene a redondear las aristas de un discurso bien ideado por el propio Arévalo y por David Pulido –salvo por una innecesaria división en capítulos que, además, solo afectan al primer tercio del metraje, y en la cual se recalca la presentación de personajes y espacios–, donde su ocasional uso diegético sirve para acrecentar la dinámica de algunas secuencias en verdad crispadas y de desasosegante resolución. Pura cinemática y explosión de la tensión en el plano, transmitida con veracidad, nervio y sobriedad gracias a una comunión cuasi perfecta entre el realizador y sus compinchados intérpretes. Esperamos con impaciencia nuevas obras de Raúl tras las cámaras.