Crítica de Érase una vez en… Hollywood, de Quentin Tarantino

agosto 18, 2019 por Roberto García-Ochoa Peces

Érase una vez en… Hollywood, que a priori será la penúltima película dirigida por Quentin Tarantino, se erige como uno de sus proyectos más personales. Un auténtico canto de amor hacia el cine, y no precisamente el esplendoroso que apunta el título, sino aquel que permanecía sepultado por él, protagonizado por actores de segunda y especialistas de acción que arriesgaban sus vidas por un puñado de dólares. Y ambientado, justamente, en una época clave para un cierto cambio de paradigma dentro de la industria: finales de los sesenta, en las inmediaciones de los famosos asesinatos de la secta comandada por Charles Manson…

 
Póster español de Érase una vez en... Hollywood
 

Título original: Once Upon a Time in… Hollywood
País: EE.UU., Reino Unido, China
Año: 2019
Duración: 161 min.
Director: Quentin Tarantino
Guion: Quentin Tarantino
Fotografía: Robert Richardson
Montaje: Fred Raskin
Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Margot Robbie, Emile Hirsch, Margaret Qualley, Timothy Olyphant, Austin Butler, Rafal Zawierucha, Al Pacino
Género: cine dentro del cine, comedia
Productora: Bona Film Group, Heyday Films, Sony Pictures Entertainment

 

Monumento a los héroes tapados del cine

Érase una vez en… Hollywood, la novena -y, según sus propias palabras, penúltima- película de Quentin Tarantino es un nuevo y sentido canto de amor hacia el cine. Pero, tal y como era de esperar, no se trata de una oda cualquiera, sino de una versión meticulosamente codificada si bien accesible en primera instancia, y que supone una suerte de conglomerado de sus ocho entregas anteriores con el aditivo de una pátina de nostalgia revolucionada (y revolucionaria), a fin de conformar su propia mítica sobre el asunto. Y es que el Hollywood del título -remedo de las nomenclaturas anglosajonas de Hasta que llegó su hora (Once Upon a Time in the West, 1968) y Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984), dirigidas por su amado Sergio Leone, a quien cita en un momento de la película, de manera implícita, como el mejor director de spaghetti western de la historia- no refiere al de los grandes estudios y estrellas, sino al que comenzaba a transformarse y estaba a punto de encaminarse hacia una de las etapas más fascinantes de su historia, a finales de la década de los sesenta: la del denominado Nuevo Hollywood.

Pitt, DiCaprio y Al Pacino en una imagen de Érase una vez en... Hollywood

Transcurre 1969 en Los Ángeles y el porvenir de Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), estrella de la televisión en la época merced al personaje que interpreta en una serie del Oeste, está oscureciéndose ante la falta de nuevos proyectos. Y por ende, también decae Cliff Booth (Brad Pitt), su doble en la ficción… y en la vida real. De cómo resolver ese conflicto en medio de un auténtico circo comandado por seres extravagantes por definición -breve pero demoledor papel de un sarcástico Al Pacino como Marvin Schwarz, que no Schwartz, nombre real de un productor y publicista estadounidense que solo Tarantino puede sacarse de la manga a colación-, e indagar en torno a la noble relación de amistad que se establece entre la pareja, trata la historia, que como es habitual, está escrita en solitario por el director. Y, sin embargo, la reunión de personajes invitados (reales o ficticios) que pertenecen al mundo del cine, con los que aquellos van a interaccionar en algún momento durante su particular aventura, es tan vasta que no solo resulta inabarcable en un único visionado, sino que se antoja como la verdadera esencia de un relato que ramifica su significado hacia derroteros que van más allá de la inexcusable referencia múltiple para concretar un mensaje de imprevista heroicidad en torno a individuos que tenían marcada en la frente la palabra derrota. Es por ello que, aunque figuren ilustres de la talla de Steve McQueen -a quien Rick Dalton se imagina suplantando en La gran evasión (The Great Escape, John Sturges, 1963)-, Bruce Lee -quien lucha en algo más que ego contra Booth- o James Stacy -actor famoso por su papel en el wéstern televisivo Lancer-, amén de nombres europeos como los de Sergio Corbucci o nuestro Joaquín Luis Romero Marchent -lo que revela la encendida pasión que siente Tarantino por el cinema bis que se cultivó en Europa-, el verdadero sostén de la cinta recae en la citada pareja protagonista, adecuadamente sardónica y con una apreciable química que no hace sino acrecentar la fascinación por sus auténticos y estrafalarios personajes.

Algunos de los rostros aledaños ostentan el protagonismo justo en la historia para que el genial tennesiano alcance su objetivo de reinventar (o, lo que en su caso es lo mismo: reventar) la otra Historia, como el de Sharon Tate (ajustada Margot Robbie en el papel de una pija venida a más por obra y gracia de un Roman Polanski mucho menos presente y a quien, según ha declarado el propio Tarantino, le hizo llegar una versión del guión sin obtener respuesta a cambio). El ejemplo contrario más llamativo radica en Charles Manson (Damon Herriman, quien este año también interpreta al famoso y fatídico criminal en la segunda temporada de Mindhunter), que aparece paseando en una secuencia del filme alrededor de la mansión que ahora habita aquella junto a su marido, de cara a indagar sobre los inquilinos, para perderse entonces su rastro y dar paso a los acólitos de su secta La Familia, perpetradores de facto de la consabida matanza en la noche del 9 de agosto de 1969. Tiene cierto sentido y se adivina algo de respeto en el fondo de la cuestión, pero, de la misma forma, parece claro que se ha desperdiciado una oportunidad única para que el cineasta brindara su perspicaz visión sobre uno de los personajes culmen de la historia de la cultura popular, que tanto se ha ocupado en desmenuzar a lo largo y ancho de su obra.

Margot Robbie en Érase una vez en... Hollywood

En cualquier caso, nos encontramos ante una de las obras más monumentales en la carrera del realizador, y no solo porque se aproxime, de nuevo, a las tres horas de duración, sino por el referido sentido de amplitud y profundidad que se deduce de su expansión narrativa, cuestión poco novedosa en él y donde, sin embargo, la amalgama referencial parece integrarse en un todo antes que dispersarse como capricho o guiño de estilo. También suma el innegable aroma a pureza y sentimiento de pertenencia que respiran las imágenes, fundadas en el cine – y reveladas como parte indisoluble del mismo, así como el hecho de que la mirada se dirija, si bien de perfil y aun con las brillantes y pertinentes licencias, al centro de mando de aquel, en un momento clave para su evolución e intrahistoria. Y por último, pero no menos importante, el hecho de que para iluminar el retrato de un universo más grande que la vida, se escoja a un falso primer espada y a su doble literal, secundarios de los cuales servirse para volver a despertar, a priori de soslayo pero no por casualidad, a una bestia apartada de la sociedad y peligrosa en su reverso mal entendido -léase el jipismo reconvertido en sectarismo-, lo que desvela, en fin, las huellas de la mítica en el camino que emprendemos junto a ellos, y que ciertamente destapa algo de polvo propio del wéstern.

Leonardo DiCaprio en Érase una vez en... Hollywood

Y todo ello sin desfallecer en el intento, pese a la evidente complejidad en su construcción. Así, el modus operandi permanece inalterable: largas tomas donde acometer un episodio mínimo que, no obstante, se demuestra relevante en el devenir del personaje (o personajes) en cuestión, pero sin la necesidad de hacer explícita su (sub)división en capítulos independientes, sello habitual del director que aquí descarta en favor de un mejor dinamismo e integración coral: el conjunto es uno y todo al mismo tiempo, y no cabe su desintegración en piezas independientes o cruzadas para su entendimiento. Es por eso que se antoja necesaria una gran atención para acceder a cada una de las claves que va dispersando Tarantino, quien vuelve a demostrar una atención por el detalle casi enfermiza en cada secuencia, sin dejar nada a la improvisación. Y eso se transmite con fidelidad al plano visual, cuya composición es variada y elocuente, virando desde el formato cuadrado, como en la secuencia en blanco y negro que abre el filme, donde la pareja de protagonistas está siendo entrevistada para la televisión (elemento de recurrente presencia en las imágenes, que subraya la importancia que ostentó para el entretenimiento de la sociedad del período), hasta el panorámico, a través de los grandes angulares que tanto le gustan (y de los que ya diera buena cuenta en Los odiosos ocho), tal y como puede observarse en la esclarecedora y creciente escena del Spahn Ranch, antigua localización de rodaje que la comunidad ocupó en la realidad.

Brad Pitt en Érase una vez en... Hollywood

Tampoco es novedosa la habitual brillantez en el montaje y su manera de amoldar y convenir la evolución del relato, aquí suave y cuasi lineal, pero sin descartar el uso del flashback como recurso puntual, a través del que aventurarnos, de forma breve pero definitoria, en las motivaciones u ocupaciones de los protagonistas, y bien contenido en la mostración de violencia, salvo por explosiones momentáneas como la del episodio del rancho y, sobre todo, la del tramo final, tan oportunas y certeramente construidas como acostumbra. Y en cuanto al registro musical, filón recurrente e imprescindible en su obra, vuelve a plegarse al fondo temático y se aleja, por tanto, de la solemnidad y tonos épicos de Morricone para abrazar una historia de (falsos) éxitos como la que nos ocupa a través de canciones sixties del ámbito populares más o menos conocidas -y bien traídas, caso de “Mrs. Robinson”, de Simon & Garfunkel, perteneciente a El graduado (The Graduate, Mike Nichols, 1967)-, fundamentadas en el profundo conocimiento musical del cineasta y extraídas, en buena medida, de su notable colección personal de discos (urge recordar, en lo que nos concierne, el empleo de acordes originales de la canción “Bring a Little Lovin”, de Los Bravos, para el teaser trailer con que se promocionó la película).

En suma, Érase una vez en… Hollywood no es sino otra brillante, lúcida y algo más que entretenida reinvención de la Historia por parte de su director, con múltiples capas de lectura y contenido, a revelar en los necesarios nuevos visionados que será menester realizar a menudo. Si es que con ello se pretende desentrañar la creación de un universo propio, paralelo al real pero multiplicado, más fértil y difícil de asumir, en el cual integrar la crueldad de lo oculto y defenestrado dentro de la fanfarria y pomposidad de lo certeramente visible, para maltratarlo, humillarlo y devolverlo en última instancia a la marginalidad de donde, quizás, nunca debió salir. Y poder adentrarnos, de esta manera, en el inestable terreno de la mítica, que pertenece a toda la humanidad, pero, sobre todo, a Quentin Tarantino.

Póster alternativo de la película dentro de Érase una vez en... Hollywood

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