Crítica de Mesrine: Parte 1. Instinto de muerte, de Jean-François Richet

diciembre 7, 2020 por Roberto García-Ochoa Peces

Jacques-René Mesrine (1936-1979) fue uno de los criminales más terribles y sanguinarios del siglo pasado, cuya enorme popularidad atravesó las fronteras de su Francia natal para extenderse por suelo norteamericano y canadiense, donde vivió parte de su vida entre asaltos, persecuciones y cárceles, acrecentando así una inmoral figura legendaria que, como no podía ser de otro modo, acabó con la sangre derramada sobre su propio cuerpo. El cineasta Jean-François Richet abordó sus peligrosos avatares a través de un estupendo díptico policíaco: L’instinct de mort (conocida en España como Mesrine: Parte 1. Instinto de muerte) y L’ennemi public n°1 (Mesrine: Parte 2. Enemigo público nº 1), ambas del año 2008 y sin estreno comercial en nuestro país, donde fueron editadas directamente en DVD y Blu-ray por Vértice Cine en el 2012. Invitamos a nuestro amigo y colaborador Federico Fornasari a enfrentarse, cara a cara, con este temible pistolero, a través de un duelo en dos rounds que se resolverá próximamente.

 
Póster de Mesrine: Parte 1. Instinto de muerte

País: Francia, Canadá, Italia
Título original: L’instinct de mort
Año: 2008
Estreno: 22-10-2008 en Francia (sin estreno comercial en España)
Duración: 113 min.
Director: Jean-François Richet
Guion: Abdel Raouf Dafri y Jean-François Richet, sobre el libro de Jacques Mesrine
Fotografía: Robert Gantz
Música: Marco Beltrami y Marcus Trumpp
Intérpretes: Vincent Cassel, Cécile de France, Gérard Depardieu, Gilles Lellouche, Roy Dupuis, Elena Anaya
Género: cine policíaco, mafia
Productora: La Petite Reine, Remstar Productions, Novo RPI


 

El criminal (francés) se hace

Desde tiempos remotos la conducta ilícita del ser humano siempre ha preocupado a los investigadores y desatado controversias. Al inicio, la mayoría de la gente estaba convencida de que los acontecimientos delictivos se debían exclusivamente a las deformidades físicas y mentales del autor, y que eran producto de caracteres hereditarios. Con el paso de los años, el estudio del crimen y los criminales se centró en la sociedad, hasta llegar a la conclusión casi definitiva de que las interrelaciones entre las personas, los grupos y el sistema en que estas viven y se mueven son las principales causas de la delincuencia. El delito se aprende y no se hereda genéticamente, salvo excepciones que derivan hacia lo fantástico, enmarcadas en el encanto que la ficción ha impuesto a la figura del “fuera de la ley”.

En cualquier caso, el francés Jacques-René Mesrine podría ser uno de los exponentes más claros respecto de estas discusiones. Si bien es evidente que “aprendió” a ser delincuente, o dado su entorno, encontró en dicha actividad la necesidad de trascender, de transformarse en una especie de rebelde con causa, un renegado de la sociedad que se venga de ella por haberle arrastrado a la marginalidad, la mayoría de sus violentos crímenes podrían hacer dudar respecto de cualquier interpretación racional.

Jacques-René Mesrine
 
Declarado o convertido en el “enemigo público número 1 de Francia”, “el hombre de las mil caras” o “el Robin Hood galo”, la figura real del mencionado criminal fue tan compleja, dinámica, truculenta e intensa que brilló confundida entre realidad y mito, provocando en su coterráneo director, Jean-François Richet, la decisión de narrar, en el año 2008, sus peripecias en dos filmes distintos pero directamente relacionados, con el propósito de acercar lo más fielmente posible, a través de un estilo incisivo y meticuloso, la extensa carrera sangrienta de este astuto malhechor. Carrera que, en cierto modo, fue muy exitosa, no sólo por la pericia en escapar constantemente de los perseguidores, sino porque la mayoría de sus planes ilegales le arrojaron resultados positivos. Así, durante las décadas de los sesenta y los setenta, Mesrine, con el crimen bajo el brazo, se transformó en una especie de “icono pop” gracias al amplio espacio del que gozaron sus tropelías en los periódicos de la época, e incluso llegó a ser ovacionado por sus admiradores a la entrada de tantos juicios a los que fuera sometido. El gran Vincent Cassel, en una actuación formidable que le reportó numerosos reconocimientos, transmite la ambigüedad del personaje real ya desde los sórdidos espacios en el país africano que desencadenarían los primeros síntomas de un psicópata, potenciados en los bajos fondos parisinos una vez abandonado el campo de batalla.

Tomando la posta del cineasta de origen parisino, este artículo también se dividirá en dos partes. A la necesaria introducción anterior, generada por obra y gracia del propio criminal francés, se adherirá, en lo que sigue, un somero análisis de L’instinct de mort, título de la primera película de este díptico, que refleja los inicios del joven hampón combatiendo en la guerra de Argelia, o más precisamente participando en sesiones de crueles torturas contra soldados o civiles locales, circunstancias donde se advierte la génesis de su costado temerario y sádico.

Jacques-René Mesrine, el hombre de las mil caras
 
Nacido en la comuna de Clichy a fines de 1936, en el seno de una familia de obreros que habían ascendido en la escala social, de niño no le faltó buena alimentación ni educación, aunque siempre se mostró rebelde y sensible ante los bombardeos de los nazis que azotaron su infancia. En París, alterado por los avatares en Argelia, no tardó en desatarse y cometer sus primeros delitos de sangre trabajando para un hampón de particular inmisericordia que manejaba negocios de drogas, secuestros, robos y prostitución. Su ascenso en el delito fue revelándose progresivamente, y no solo eso, se involucró en causas políticas antisistema en ciertos lugares del mundo, especialmente en Canadá, donde fue un brazo armado clandestino del grupo de extrema izquierda conocido como “Frente de Liberación Québec”, cometiendo actos terroristas, robos a bancos y secuestros a empresarios en dicho país. Detenido en otras latitudes americanas, protagonizó verdaderas evasiones cinematográficas.

En esta primera parte los guionistas, Abdel Raouf Dafri y el propio realizador, se enfocan en tales hechos: la marca que Argelia dejó en la psique del personaje; su vinculación con el crimen parisino de la mano del jefe referido, interpretado de forma imponente por Gérard Depardieu en un rol hecho a su medida; el casamiento con la joven Sofia -una Elena Anaya que destila sobria belleza e ingenuidad-, a quien conoce en uno de los muchos viajes que realiza a España (en especial a Mallorca), obligado por sus negocios ilegales; y en la estruendosa fuga que emprende a Canadá en el año 1968, junto a una amante a la que nada le importa, fusionada a él en cuerpo y alma (excelente Cécile de France).

Vincent Cassel y Elena Anaya en Mesrine
 
Los sucesos más destacados de esta primera parte se desarrollan en Montreal, como si fuese una base de operaciones que permite palpar el comienzo de la extraña vocación discursiva del personaje en torno al delito y la política. Los estamentos sociales y clasistas exaltados por el ladrón francés resultan una mera excusa para sus métodos brutales, que en varios momentos remiten a un filme señero en la materia, Banditi a Milano, realizado por el italiano Carlo Lizzani en 1968: como se ha comentado, el mismo año que Mesrine huyó a América.

Richet ilustra con el asesino francés, al igual que Lizzani con Pietro Cavallero -personaje real encarnado por Gian María Volonté en dicha película- el panorama de una época violenta, y lo hace con precisión cronométrica, profundas elipsis, fluidez narrativa e idóneos flashbacks. Y así como Pietro lideraba su banda de atracadores con reglas certeras y manifiestos inviolables (que enviaba a los medios gráficos y televisivos para demostrar su arrogancia), Mesrine, en uno de los últimos encierros en la cárcel de La Santé, en París, redactó una autobiografía –titulada como este primer capítulo y a partir de la cual se construye el mismo- en la que no escatimó confesiones de macabros hechos como si se tratara de una novela que mezcla aventuras y terror. Antes de ello, en la medida que los lugares clandestinos o centros de alojamiento se lo permitían, concedió entrevistas a célebres periodistas; de hecho, hasta secuestró y torturó a un periodista que no le había tratado bien en su artículo.

Vincent Cassel en Mesrine
 
En estos aspectos Richet alumbra, ya desde los primeros planos y con la pantalla dividida, toda una declaración de intenciones para narrar la peculiar personalidad de esta figura asesina. Utiliza el tono “sucio”, realista y crítico enquistado en los mejores policíacos norteamericanos, italianos y franceses de los años 70 que honraron el cine de esa época. Momentos intimistas, ráfagas de ametralladoras, chirridos de neumáticos, policías desencajados en violentas persecuciones, fugas imposibles, morbos criminales teñidos de política y mucha sangre.

El director ofrece un primer acto en el que el ladrón Mesrine hace gala de sus deseos por delinquir y en el que apoderarse del dinero de los bancos, por ejemplo, resulta una cuestión de principios, ideológica; por ello, tensa la cuerda de la narración cuando pretende dar razones mientras aquél mata. Habitualmente asociado a temáticas puras como el thriller, el suspense más puro o la acción, construye, de este modo, un trepidante biopic indagando con pericia en la naturaleza de un hombre complejo e insidioso, quien al final de esta entrega, más acelerado que nunca, se propone retornar a París y convertirlo en un campo minado, en un territorio lleno de balas y fuego. Pero esa es otra historia que merece contarse por separado…

Federico Fornasari

Jacques-René Mesrine

 

Nota sobre el director:

Jean-François Richet ha demostrado, desde los inicios de su carrera, un especial interés por lo criminal y su relación intrínseca con los suburbios sociales parisinos -véanse, si no, sus tres primeras películas: État des lieux (1995), Ma 6-T va crack-er (1997) y De l’amour (2001)-, cuestión que trasladó a territorio USA cuando dio el (gran) salto a Hollywood en 2005, merced a Asalto al distrito 13 (Assault on Precinct 13), contundente remake de Asalto a la comisaría del distrito 13 (John Carpenter, 1976), en la que dirige a estrellas de la talla de Ethan Hawke, Laurence Fishburne o Gabriel Byrne, entre otros. Poco después regresaría a su país para filmar el díptico que hemos comenzado a analizar en esta entrada, tras el cual -y habiendo transcurrido el período entre realizaciones más largo de todo su ejercicio- realizaría un ejercicio de tensión atenuada en Una semana en Córcega (Un moment d’égarement, 2015), y más tarde abordar, de nuevo sin ambages, la acción criminal en Blood Father (2016), con el protagonismo de Mel Gibson, o la acción histórica a través de la recuperación del personaje de Vidocq en la más reciente El emperador de París (L’Empereur de Paris, 2018), de nuevo con Vincent Cassel a sus mandos, sin duda su actor fetiche. El díptico de Mesrine permanece, empero, como su obra más redonda y pura en la esencia que destila su filmografía.

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