Crítica de Babylon (Damien Chazelle, 2022)
febrero 19, 2023 por Roberto García-Ochoa Peces
Estrenada en España hace unas semanas, Babylon es la última y epopéyica obra del laureado director estadounidense Damien Chazelle. Un relato apasionante sobre el fin del cine mudo y el inicio del sonoro más ocupado en narrar aquella historia a través de los desvíos (más bien desvaríos) protagonizados por sus actores principales, antes que siguiendo una narrativa oficialista en torno a la «grandeza» que se presupone a una industria ya entonces sumida en una espiral de creciente (y asumida) profesionalización y a la que, un siglo después, aún seguimos mirando con cierta nostalgia indulgente. Invitamos, de nuevo, a nuestro amigo y colaborador argentino Federico Fornasari para que desgrane las virtudes de la obra, proclamando a cambio un sentido canto de amor al séptimo arte. Pasión textual.
País: EE.UU.
Año: 2022
Estreno: 20-01-2023 (España)
Duración: 188 min.
Director: Damien Chazelle
Guion: Damien Chazelle
Fotografía: Linus Sandgren
Música: Justin Hurwitz
Intérpretes: Brad Pitt, Margot Robbie, Diego Calva, Li Jun Li, Max Minghella, Olivia Wilde, Tobey Maguire
Género: cine dentro del cine
Productora: Paramount Pictures, C2 Motion Picture Group, Marc Platt Productions
La fiesta del cine
Se han elaborado demasiadas frases acerca de lo que es la crítica de cine o quiénes son los críticos, y cuáles resultan ser las funciones que cumplen. Como tal, varios con mejores pergaminos podrían explicarlo mejor, ya que superan ampliamente mi entusiasmo cuando asiento determinadas cuestiones –o pasiones– al terminar una película y aparecen las ganas de escribir. En primer lugar, esto último sucede por el placer de comunicar el descubrimiento a los amigos mediante un extraño mecanismo casi de defensa propia, o algo así, y luego, hacia los desconocidos o al público en general, bajo la idea de alentarlos para que vean lo que me hizo profundamente feliz y, eventualmente, advertir argumentaciones contrarias para combatirlas, por supuesto. Esto es serio, no hay que poner la otra mejilla. En realidad, al intentar asentar lo que puedo, prima el agradecimiento eterno a los hacedores de la obra, y eso es, precisamente, lo que sucedió al finalizar el visionado de la impactante Babylon. Experimenté una profunda felicidad y sensación de agradecimiento hacia su director y actores, y también al misterio de la existencia por señalar, nuevamente, el camino de amar el cine como lo amo, circunstancia que permitió reafirmar una frase que no es ociosa repetir entre los grupos de pertenencia que componen el enfermizo mundo de la cinefilia: “el cine nos salva”.
Babylon es una de esas películas salvadoras. Salvadora de los malos estados de ánimo; salvadora de las inquietudes que asoman en el insomnio; salvadora de los rutinarios momentos de la vida; salvadora de los vecinos molestos; salvadora de las memorias personales del subsuelo; salvadora de todo, aunque, paradójicamente, la historia de Chazelle no resulta salvadora para los actores que poblaron los filmes silentes hasta 1927, fecha que marcó la aparición del cine sonoro al estrenarse El cantor de jazz, de Alan Crosland, un evento que dejó atónitos a los espectadores de la época. Tanto, que desde 1931 las “talkies” (así les decían a las películas “habladas”) comenzaron a producirse con exclusividad, enterrando definitivamente a las mudas. Esta obra cumbre de Chazelle trata de ello: del impacto para los actores que destacaron en el cine mudo y no pudieron mantener el carácter de estrellas cuando todo cambió. Abundan demasiados filmes sobre esta temática, pero Babylon es el santo grial, la piedra preciosa elegida, el testimonio fiel que, aunque no salve a los artistas del silencio, los reivindica de manera conmovedora y los hace mágicos responsables de la evolución (y revolución) del cine hasta nuestros días.
En efecto, aquí, a dos de ellos (Jack Conrad y Nellie LaRoy, encarnados, respectivamente, por Brad Pitt y Margot Robbie) se les complica la existencia cuando las producciones comienzan a tener texto y actuación que “excediera el cartón pintado”, como dice el personaje encarnado por él, quien, pese a ser una figura descollante en escenarios sin sonido, entre los excesos de las orgías, drogas y el desastre personal que le provocaban sus patéticos matrimonios, no cesa de gritar a viva voz por la necesidad de un cine que tenía que cambiar. Siempre bajo la imponente banda sonora de Justin Hurwitz, habitual del director, Conrad riega su propio berenjenal cuando deja que el público que lo idolatra advierta los tonos de su voz. No importa: para él, como para Chazelle, el cine es más grande que la vida. El de Pitt es un personaje demoledor que conecta con el espectador más que nada por la tristeza que irradia cuando advierte el fracaso, pero, especialmente, por su incondicional amor al cine. Y, además, porque arriesga. El que no arriesga, no gana (o no trasciende).
Si bien varios personajes podrían funcionar como “alter ego” del director –tal es el caso del de Diego Calva, que muta de observador atónito ante los atractivos desvaríos de Hollywood a protagonista directo de las tragedias de sus consortes de aventuras–, el que incorpora Pitt es el principal, porque un filme como este no pudo haberse realizado sin otro objetivo más evidente, más notorio, que la pasión por un arte único y el reflejo de un tiempo esplendoroso y opulento que necesitó variar. Como el cine de hoy, que tan poco dura en cartelera y Chazelle, conocedor de ello, realiza una película que también marca el fin de una era. Con solo treinta y ocho años de edad, ofrece una obra casi definitiva; como hiciera Tarantino con Érase una vez en… Hollywood (2019), Steven Spielberg en Los Fabelman o Sam Mendes mediante El imperio de la luz –ambas también de reciente, o inminente, estreno en España–, hablando todos ellos del cine como elemento conquistador de sus vidas y que irremediablemente se dirige al abismo del streaming a través de catacumbas lovecrafianas similares a las que recorre el sádico Tobey Maguire en la que nos ocupa, otorgándole el director de Rhode Island el mejor papel de toda su carrera.
Un visionado atento y respetuoso por la historia del cine echa por tierra cualquier insulto despechado de críticos o escritores que tildaron a Chazelle de odiar el cine, e incluso de proponer a la gente que no vea la película. El filme sufrió un bombardeo de tristes sujetos escondidos en las tribunas resbaladizas de ciertas redes sociales, mientras que en otros espacios se exhiben vestidos de gala con la pluma y la palabra. La proyección de Babylon, y antes dije “defensa propia”, va provocando, desde el indescriptible inicio hasta su esplendoroso y lisérgico final, una especie de desarme emocional que, en la oscuridad de la sala, genera un estado de indefensión extremo y, a la vez, el más impiadoso divertimento. Es el impacto que supone experimentar allí, en carne viva, una obra cuya trama y personajes disfrutan (y sufren) lo que rodeaba al cine de principios del siglo pasado. El director se ubica junto a sus personajes en decorados imposibles, adapta su cámara a la movilidad silente en la búsqueda de los mejores progresos técnicos para rodar determinadas escenas, y viaja al dominio de la sintaxis fílmica que mejor se pudiera establecer en aquel entonces para narrar historias que traspasaban la pantalla y continuaban en la vida real bajo amores obsesivos, depravación, horrores, odios, excesos, alegrías, tristezas, muertes naturales, muertes violentas y muertes provocadas.
Chazelle vio todo, y con ello filma un poema grotesco, escandaloso, mortífero, como si fuera un wéstern épico o una de terror que amenaza en cada plano. Su Babilonia particular se opone a lo conocido, lo familiar, lo seguro, para apegarse a lo incierto, lo ajeno, lo desconocido, lo atemorizante. No es casual que el cine se haya entretenido con la dialéctica del adentro y el afuera, especialmente en el horror; él es perfectamente consciente, y saca partido de la situación. La casa de Jack Conrad y los decorados son la misma cosa, no hay adentro y afuera; de la misma forma sucede con los espacios públicos o privados que transita Nellie LaRoy. Ambos no pueden resistir, ni protegerse, el cine los fagocita y esos escenarios se transforman en sus propias vidas. ¿Cómo tratar de huir cuando uno mismo ha clausurado las salidas?
Además, nuestro cineasta habita impúdicamente esos “kolossal” italianos de soberbios espectáculos históricos, como Quo Vadis? (1913, Enrico Guazzoni) y, especialmente, Cabiria (1914, Giovanni Pastrone), “colaborando” con el poeta Gabriele D’Annunzio en la escritura de los rótulos, o junto al cineasta español Segundo de Chomón, experto en trucajes del cine mudo. El segundo mencionado fue, por cierto, un título esencial en la historia del cine, cuya enorme popularidad dejó una huella imborrable en el desarrollo del mismo y, posteriormente, en la versión que del “kolossal” se realizara en Estados Unidos, establecida con Intolerancia (1916, D.W.Griffith). Chazelle le dice a Brad Pitt que hable italiano, aunque resulte hilarante, porque él es un personaje mayor, inmortal, que salió de esa Cabiria de las guerras púnicas para llegar a Hollywood, donde el elevado número de horas de sol, el clima templado y la diversidad de paisajes permitían incrementar el rendimiento de los rodajes y extralimitar las fiestas. En el Oeste estaba el agite y el dominio de las carteleras gigantes del “star-system”.
Terminó la proyección y pensé lo referido al inicio: ¿qué es la crítica? ¿Un intento de desarmar, por medio de la razón (no importa cuán disparatada sea) la magia que supone esa proyección? Puede ser. Pero también es lograr, cuando el producto fílmico es sincero, conmovedor y de gran calidad, encontrar la forma en que el espectador se divierta tras la lectura de la exposición de argumentos. Babylon puede lograr eso y mucho más: es una fiesta del cine, un homenaje a los pioneros y a los actuales creadores del séptimo arte. Si no existieran películas como esta no se amaría al cine como se lo ama.
Federico Fornasari

Presente y pasado, unidos en un mismo plano