Crítica de Los asesinos de la luna, de Martin Scorsese

La nueva película de Martin Scorsese, presentada en el pasado festival de Cannes, es una obra epopéyica en la que, a lo largo de tres horas y media de duración, nos hace testigos mudos del genocidio de la tribu Osage que acaeció en la década de 1920 en el condado de Oklahoma (EE.UU), cuestión no demasiado publicitada excepto a partir de la publicación del libro escrito por David Grann, que adapta el filme. Un relato que vuelve a demostrar el sustrato esencialmente violento presente en las distintas etapas de la fundación de los Estados Unidos, donde siempre ha imperado (y tiene visos de imperar) la ley del más fuerte, quedando cercenada hacia un lado la cuestión humanitaria o la simple solidaridad para con el semejante. Poderoso caballero es don Dinero.

Póster IMAX de Killers of the Flower Moon

País: EE.UU.
Año: 2023
Estreno: 20-10-2023
Duración: 206 min.
Director: Martin Scorsese
Guion: Eric Roth, Martin Scorsese
Fotografía: Rodrigo Prieto
Montaje: Thelma Schoonmaker
Música: Robbie Robertson
Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Lily Gladstone, Robert De Niro, Jesse Plemons, Tantoo Cardinal, John Lithgow, Brendan Fraser
Género: wéstern, cine de época
Productora: Appian Way, Apple Studios, Paramount

 

EL (VIOLENTO) NACIMIENTO DE UNA NACIÓN

Por todos es sabido que EE.UU. se forjó a raíz de sudor y sangre, mucha sangre, que brotó de los enfrentamientos intestinos por la conquista de sus tierras vírgenes entre sucesivas generaciones. Hoy día esa sangre se ve transformada, con máximo acerbo, en la fiel representación de la tiranía capitalista; posiblemente se trate de la nación más fuerte del mundo, sí, pero pagando el peaje del aplastamiento de clases como consecuencia por un sistema de bienestar social inexistente, y haciendo de la corruptela política la norma que rige el mecanismo del poder. El cine, a lo largo del siglo XX -y del XXI: véase, si no, Gangs of New York (2002), del mismo realizador-, y antes el arte en general, han reflejado en numerosas ocasiones, con mayor o menor grado de incisión y sentido de la responsabilidad, semejante realidad histórica que se repite en el tiempo como si de un funesto mantra se tratara, pero pocas veces se ha prestado un foco tan atento y, sobre todo, tan sentidamente laudatorio, hacia una comunidad concreta de indios nativos allí asentados desde que se tienen registros, que fueron literalmente reventados durante la década de 1920 por la última generación de blancos en busca de obtener, a toda costa, semejante poder, tal y como se ocupa en reflejar Martin Scorsese en su última y espectacular producción, Killers of the Flower Moon.

La importancia del petróleo en Los asesinos de la luna

La película de Scorsese se basa en el libro homónimo escrito por David Grann, que lleva por subtítulo “The Osage Murders and the Birth of the FBI”, y en él se aproxima a la matanza de varias decenas de indios pertenecientes a la Nación Osage acaecidas, durante la época antes referida, en el condado de Oklahoma, y de cómo el FBI, en su forma primigenia, tomó parte en una investigación criminal hasta entonces huérfana. Y esa “flor de la luna” remite a un tipo muy bonito de especie, de pétalos morados y blancos, que crecía en las laderas de su poblado, sirviendo, a su vez, a modo de bella metáfora en torno a la natural pureza, calma y sabiduría ancestral que definía a sus primeros moradores. De ahí que la traducción en el título español sea algo coja, por más que rime de manera más apropiada o, sencillamente, tenga un mayor potencial comercial

Grann, empero, no participa en la escritura del guion, que corre a cargo del propio Scorsese y del reputado Eric Roth -ganador del Oscar por Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994) y colaborador de Michael Mann, Fincher o Villeneuve, entre otros-. Un texto que, según declaraciones del primero en una reciente entrevista para Sight and Sound, se vieron obligados a modificar, dado que la historia basculaba más hacia la parte del FBI, la investigación y el proceso judicial final, cuestión que, en la copia final, se ve reflejada únicamente en el tercer acto. Así, el relato cinematográfico queda pautado, en su lugar, a partir de la llegada del excombatiente en la Primera Guerra Mundial Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio) al poblado, acogido por su tío William Hale (Robert De Niro), quien se erige en supuesto protector de la economía local y se revela, a no muy tardar, en un auténtico cacique que actúa con inquina para con la comunidad en su propio beneficio, pero bajo una postura de amabilidad y buenos modos. Esta suerte de intermediarios o supervisores, por cierto, lograron establecerse al amparo del gobierno, a partir de una ley que manifiesta otra muestra inequívoca del racismo imperante en la sociedad USA, ceñido al marco legal desde su misma estructura fundacional: el pueblo originario y nativo, de raza india, no es capaz de manejar sus propios (y abundantes) bienes legítimamente heredados, por lo que es necesario la supervisión del blanco advenedizo, anteponiendo su supuesta formación a la inclinación naturalmente codiciosa del ser humano.

Leonardo DiCaprio en Los asesinos de la luna

El enamoramiento de aquel con Mollie (Lily Gladstone) y sus primeros pasos en la vida conjunta cierran el primer arco narrativo, que se verá extendido y recrudecerá, en su segundo tramo, a partir de la sucesión de asesinatos de los locales -mediante disparos en la nuca y bombas, en esencia-, lo que se refleja en pantalla con suma frialdad -que no distanciamiento-, siendo la cámara y, por extensión, el espectador, testigos mudos del genocidio que está acaeciendo. Y he ahí una de las claves del filme: su posición ilustrativa, no como agente justiciero; los aberrantes hechos se expresan por sí mismos, y los personajes partícipes de algún modo en su confección no necesitan mayor explicación, más allá del reflejo de sus respectivos posicionamientos y derivas sentimentales (si es que hubiera espacio para las mismas en su interior). No hay ningún tipo de subrayado, salvo en la sorprendente coda, para, precisamente, reforzar esa posición naturalmente despótica de la sociedad norteamericana de bien, como refleja ese zafio teatro de la narrativa que quiere entretener al público de bien congregado a partir de un relato de estas características, en un tiempo que acaece después (y del que el propio Marty quiere ser partícipe, en un cameo autoconsciente y, quizá, autoculpable). 

Lily Gladstone en Los asesinos de la luna

Es por este motivo que el tono general de la imágenes se expresa, por lo común, reposado y especular, propio de la elegía que se está componiendo, y ni siquiera se acelera en las secuencias que atañen a los crímenes, ciñéndose a tomas cortas que vienen a establecer una captura momentánea en lugar de una vivaz recreación del exterminio, como si de un breve robo de vida se tratara. Un homenaje al propio cine y al arte de narrar a partir de instantáneas en movimiento como ya se apuntara desde el inicio de la narración, a través de ese reel de fotografías en blanco y negro de los indios nativos, así como más tarde con la mostración de secuencias de cine primigenio, alusión que asimismo se realizó en el inicio, al introducir la historia a modo de carteles estáticos de cine mudo. Y sin embargo sí hay hueco para otras imágenes de fondo espectacular, como en la segunda secuencia, donde los indios bailan con gloria tras emerger en sus campos el petróleo que hará rico a sucesivas generaciones -justo después de haber celebrado una de sus tradicionales y evocadoras ceremonias; léase a colación un sentido espiritual o más profano de su existencia-; o las recurrentes, e impresionantes, tomas panorámicas en formato de imagen súper ancho (2.39:1) de la inmensidad desértica que rodea a esta especie, reflejando el abandono a su propia suerte; o más tarde, cuando el poblado arde al fondo en llamas, mientras nuestros protagonistas observan con incertidumbre o (falsa) compunción el desastre.

Una espectacular imagen de Los asesinos de la luna

El empuje y la fricción humana que se deduce de tan triste historia viene representada por Leonardo DiCaprio, que ilustra con su habitual eficacia un cierto aire compungido en su proceder (puede que de forma excesiva merced a su irritante gestualidad), expresando una duda permanente entre sus actos -dictados por su tío- y lo que el fondo de su razón acaso le sugiere puede estar mal; la fiel imagen de un pelele iletrado que aún retiene algo parecido al sentimiento, que en cualquier caso no se muestra capaz de expresar por sí mismo. A su lado, De Niro, aun con el piloto automático puesto, resulta ominoso desde su terrible y, a la vista, extraordinariamente peligrosa cercanía; todo un consejero del mal que hace del embuste y la tergiversación a través de la palabra tranquila su mejor arma. Y por último, entremedias de ambos, y a la sazón más relevante que ellos, emerge Lily Gladstone, que sin necesidad de los conatos de aspavientos que los anteriores ya tienen, de hecho, asimilados considerando su larga y fructífera trayectoria, logra conmover con su sola mirada y gesto reposado, desprendiendo uno de los escasos hilos de humanidad y solidaridad a los que el respetable podrá agarrarse. 

Por último, no puede desgajarse del comentario la composición musical a cargo de Robbie Robertson, principalmente radicada en baladas country a partir de la repetición cuasi experimental de una guitarra que va y viene, naturalmente distorsionada y presente durante la práctica totalidad del metraje, y que funciona a modo de sustrato indisoluble de las imágenes que ilustra, apegada a los rostros y exponenciando la expresión sincera de los mismos en múltiples primeros planos. Balazos crooner que se infiltran e inmiscuyen a modo de testigos no tanto reverenciales como vitales, necesarios para aprehender aún más al espectador hacia un testimonio único y veraz, que urge desenterrar del ignominioso silencio colectivo para ser enunciado con el respeto y la encomiable honestidad formal y de contenido con que nos es ofrecido aquí.

Leonardo DiCaprio y Lily Gladstone en Los asesinos de la luna

Una duración de 206 minutos, prácticamente tres horas y media, se desmarca incluso de la reciente tónica en producciones comerciales que viene asumiendo una hora menos como “norma” en el seno de la industria, lo cual ya supone una porción de tiempo considerable. Pero lo cierto es que, toda vez observada en su totalidad, Los asesinos de la luna no se hace larga -si acaso semejante apreciación, común entre el público, pudiera servir como métrica para su valoración crítica, lo que, obviamente, no es así-, es más, dudo mucho que cualquier amante del arte cinematográfico total protestase porque el genial director de Nueva York hubiera decidido disponer otra tanda adicional de imágenes sobre la gran pantalla, porque cuando se solidifican la brillantez en la composición de estas junto al virtuosismo de la narración -en su acepción más humilde, esto es, sin necesidad de recurrir a la espectacularidad para subrayar el contenido, sino haciendo un uso bien medido de la historia, los intérpretes y la técnica audiovisual para que un fresco humanista de semejante calado sea tan extraordinariamente rico y productivo- lo único que resulta es placer para los sentidos. Así pues, el único consejo que puede brindarle un servidor a usted, apreciado lector, es que, si de verdad le gusta el cine (o, mejor dicho: si le gusta el cine de verdad), se hará un tremendo favor reservándose una tarde completa en el interior de una sala oscura para disfrutar con propiedad de una de sus obras maestras recientes.

Robert de Niro en Los asesinos de la luna

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