Crítica de The Brutalist, de Brady Corbet

El tercer largometraje dirigido por el exactor Brady Corbet, The Brutalist, llega a la gran pantalla con una oleada de ruido en forma de aplausos y premios, culminando la temporada con 10 nominaciones a los Oscar, incluyendo, claro está, el de mejor película. Se trata de una obra que desprende ambición por todos sus poros -y que ha robado siete años de vida a su creador, junto a su mujer y guionista, Mona Fastvold-; más de tres horas y media de metraje (más un intermedio de quince minutos) para retratar el arco vital más relevante en la vida del arquitecto László Tóth, una nueva figura ficticia cuya primera visión a la hora de emprender el sueño americano es la Estatua de la Libertad ladeada. En las siguientes líneas me ocupo en exponer por qué nos encontramos ante el más reciente -a buen seguro, no será el último- ejemplo de bluf cinematográfico de la temporada.

Póster de The Brutalist

País: EE.UU., Reino Unido, Canadá
Año: 2024
Estreno: 24-1-2025
Duración: 215 min.
Director: Brady Corbet
Guion: Brady Corbet, Mona Fastvold
Fotografía: Lol Crawley
Música: Daniel Blumbergn
Intérpretes: Adrien Brody, Guy Pearce, Felicity Jones, Joe Alwyn, Raffey Cassidy
Género: drama épico
Productora: Brookstreet Pictures, Kaplan Morrison, Intake Films

 

BRUTALISMO CINEMATOGRÁFICO

Recibida por la mayor parte de la crítica internacional como una obra maestra -ahí está el barrunto en torno al León de Oro en Venecia, finalmente “robado” por Almodóvar y conmutado por uno de Plata a la mejor dirección, así como el reciente Globo de Oro en la misma categoría para su joven director, Brady Corbet-, el estreno de The Brutalist en España se concibe como un auténtico acontecimiento esperado por muchos. Para empezar, no existen demasiados ejemplos en la época actual de cintas que se cuelen en salas de un centro comercial para exhibir tres horas y media de material (si bien existe alguna gloriosa y reciente excepción, como después veremos); y menos común resulta que se decida dividir semejante metraje en dos partes bien diferenciadas -amén de un prólogo y un epílogo-, separadas por un intermedio de quince minutos, reloj de cuenta atrás incluido. Por si fuera poco, la imagen viene impresa en un formato ya en desuso: VistaVision. Son maneras que reproducen las narraciones épicas vistas hace más de medio siglo, y que se pasan ahora por televisión para ocupar una tarde de Semana Santa. 

Si a lo anterior añadimos que se trata de una (nueva) historia sobre el gran sueño americano, la (ya de sobras demostradamente falsa) tierra de las oportunidades, protagonizada por un arquitecto judío que huye de la dura posguerra que asola Europa para avistar allá la posibilidad de desarrollarse y crecer, todo apunta a que nos enfrentamos a un relato no solo ambicioso en su concepción, sino que pretende, de hecho, proclamar(se) una nueva forma de épica cinematográfica en pleno siglo XXI. Pero una cosa son las pretensiones y otra, bien distinta, los resultados observables.

La reconvertida habitación de lectura en The Brutalist

The Brutalist se inicia, en un prólogo que hace uso de una música dotada de breves pasajes retumbantes a la que recurrirá ocasionalmente, pero de modo incisivo, en momentos que se pretenden definitorios dentro de su vasto arco narrativo, con la tumultuosa imagen de nuestro protagonista, László Tóth (Adrien Brody), quien apenas aspira, entre la muchedumbre de compañeros inmigrantes, a hacerse un hueco y poder asomarse a la nueva tierra que le verá medrar, y, de este modo, logra vislumbrar la figura de la Estatua de la Libertad ladeada. Como tantos otros, este no es más que un truco cinematográfico –el punto de vista subjetivo no se ha usado en todo momento durante el plano, y ni siquiera se da una idea de perspectiva angulada dentro del mismo; simplemente el enfoque ha cambiado en un momento dado y se ha mantenido un instante después, integrado en una cadena de caprichoso montaje para la situación–, pero esta fugaz visión de proporciones no ecuánimes, en complemento con un buscado movimiento tembloroso de la cámara, pretenden entrenar una idea de incertidumbre insuflada de cierta compasión sobre el espectador. 

¿Cuál es, entonces, el problema? Que semejante técnica, como se ve cuestionable per se, se introducirá varias veces más a lo largo del dilatado metraje, y no siempre atenderá a razones específicas. Da igual si el protagonista se ve forzado a bailar ante la mujer del compatriota que le acoge, si se pretende iluminar momentáneamente la figura de la mujer añorada, aún perdida en Europa, o cuando estamos presenciando una acalorada discusión en torno a una mesa de comensales sin mácula aparente, o bien subiéndonos a un andamio de la construcción para acompañar a los parias de aquella sociedad: la cámara no sabe estarse quieta. O, mejor dicho: quien la sostiene no sabe apuntalarla. Y eso denota un problema básico de narración cinematográfica.

La fundación del edificio comisionado en The Brutalist

A quien escribe estas líneas tampoco le sorprende, dada la corta experiencia del realizador (sumada a la prédica generalizada, en no pocas ocasiones bien interesada, acaso en la recurrente necesidad de abrazar al Orson Welles de nuestro tiempo). Brady Corbet es un exactor forjado en la televisión norteamericana que cesó esa actividad para probar suerte detrás de las cámaras, habiendo entregado hasta el momento los largometrajes La infancia de un líder (2015) y Vox Lux: El precio de la fama (2018), además de una miniserie, un vídeo musical y un cortometraje, más un pequeño segmento del filme colectivo 30/30 Vision: 3 Decades of Strand Releasing. Finalizar una obra como The Brutalist le ha llevado siete años de vida, que ha pasado junto a su mujer y cofirmante del guion, Mona Fastvold, buscando una financión de carácter independiente. Además, toda vez obsesionado por dotar a la imagen de ese aspecto “de otro tiempo”, reserva parte de los casi diez millones de dólares de presupuesto para conseguir filmar en 35mm. –después hinchado a 70mm. para algunos pases en salas IMAX–, empleando para ello el ya referido formato VistaVision, que dota la extraña proporción de 1.5:1 sobre la pantalla. 

Pero ¿todo este enrevesado aparataje se traduce, finalmente, en algo valioso y digno de ver en el cine? Afirmar lo contrario sería de necios. The Brutalist ofrece un paisaje fidedigno, por momentos poderoso, acerca del abuso de poder inherente al capitalismo, que se aprovecha y finalmente explota al trabajador talentoso sin que ni siquiera este sea consciente de ello, a su vez sumido en una vorágine perentoria que le consume a sí mismo, sin tiempo para el cálculo del disfrute que le reportan sus ganancias o su nuevo estatus vital. Acaso sus mejores planos radiquen, justamente, en los momentos más íntimos o recogidos, cuando el goce ha de ser subrepticio, sea sobre el lecho de una habitación apartada donde hallar de nuevo el placer, o inmerso en la angosta vorágine de un concierto de free jazz, o quizá a través del pico de heroína definitivo, cuando se hace patente la cruzada permanente entre la satisfacción y el deber que afectan a una mente, a priori, privilegiada. Todo ello en una cinta que presume, por lo general, de un tono frío y cuyas emociones verdaderas cuesta rescatar del alma de sus atormentados personajes.

Adrien Brody y Felicity Jones en The Brutalist

Sin embargo, queda la sensación de que la construcción de un proyecto que exhibe semejante grado de ambición, de haberse manejado con mesura y fijado antes el foco sobre criterios concretos de puesta en escena, quizá hubiera derivado en algo más tangible, e incluso empático. Mediante un manejo más racional o pautado del apartado fotográfico; o merced a un acompañamiento musical que conduzca, antes que empuje pasajeramente, las imágenes; por no decir de un texto más (co)medido, que no necesite recurrir a elipsis y logre explicar al menos unas líneas básicas sobre el trasfondo artístico de un tema abordado durante más de tres horas; así como considerando unas actuaciones menos afectadas y más veraces -sobre todo en lo concerniente a Guy Pearce, obligado, por cierto, a manifestar el citado abuso para culminar una secuencia grotesca-. Ante estas carencias, la propuesta termina por sobresalir de sus desproporcionadas dimensiones, en perfecto remedo de la obra principal comisionada en su seno.

La estructura y ciertas decisiones relativas al montaje tampoco ayudan. La división en dos partes aborda distintas etapas en la estancia norteamericana de este personaje ficticio (al parecer, inspirado en al menos dos figuras reales: Marcel Breuer, practicante de la escuela Bauhaus en Londres, y Ernö Goldfinger, amigo de Le Corbusier en París, ambos judíos emigrantes y practicantes de una arquitectura de prestigio como él, a quien simplemente se le asigna un nombre que es común en Hungría). Así, bajo la asunción de un esquema clásico, se reserva la primera para situar sus penurias iniciales y el inmediato porvenir, resultando más firme en su conjunto –pese a sus altibajos de tono–; la segunda, por contra, pega un giro y alberga un espíritu más derivativo –con escapes, incluso, hacia un cierto onirismo que rompe con todo lo anterior–, donde los sentimientos se ensalzan con el objeto de expandir la veta crítica, y se apuesta por una mayor teatralidad que retrata las carencias del texto y expone su raquítico esqueleto, pese a lo abultado del cuerpo que lo envuelve. 

Los parias frente al patrón en The Brutalist

Y con la necesidad de reservarse un epílogo para arrojar luz sobre las decisiones o la motivación de algunos comportamientos que conciernen al personaje principal, eso sí, bajo la última llamada de atención visual merced a la textura en vídeo. Y es que el apoyo en imágenes documentales es otra de las bases sobre las que se sustentan algunos pasajes relevantes de la película, en reproducción de instantáneas históricas que sirven para ilustrar el humilde proceso de fundación de la Norteamérica moderna que lidera el mundo. Decisiones elocuentes por parte de un Brady Corbet que haría bien en seguir prosperando antes de atreverse a filmar una obra magna de este calibre. Tiene ejemplos magisteriales bien cercanos en los que fijarse; véase Scorsese, quien no solo sabe de la temática inmigratoria en primera persona (familiar), sino que supo madurar su talento para enmarcarla sobre la gran pantalla con todos los honores: véanse Gangs of New York (2002) y Killers of the Flower Moon (2023), el hasta ahora último y extraordinario título de su dilatada filmografía, rematado a los 81 años de edad. Sin necesidad de intermedios ni otros amaneramientos en la estructura. 


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