Toad Road
Deja un comentariomayo 20, 2014 por Roberto García-Ochoa Peces
El mundo de la drogadicción funciona a diferentes escalas y, como tal, el prisma con el que dirigir nuestra mirada hacia él no siempre puede ser el mismo, ya que el reflejo que obtendremos desde cada una de sus caras será, de manera inevitable, diferente, producto de la realidad en la que se vea inmerso. Desde las más altas esferas hasta los ambientes más empobrecidos, la droga siempre ha residido en el backstage de nuestra sociedad, ya sea como método de felicidad efímera y voluble, pero autoafirmativa de un poder caprichoso, bien como salida forzada, engañosa y sin embargo placentera respuesta a los problemas más acuciantes e indigeribles del ser humano; un soplo de elevación que descarta la vaporosidad temporal de su consumo en favor del (imposible) olvido del consumidor.
En el caso de los personajes que pululan en el interior de Toad Road nos encontramos en un término intermedio de entre los anteriores (si bien el contexto estudiantil en el que se enmarcan, aun sin enfatizarse, hace pensar que su colectivo de adscripción más lógico sea el de una clase social media-baja). Se trata de un grupo de amigos, cuya figura más visible es James, que gustan de juntarse en pisos para celebrar fiestas en honor del más desarraigado colocón; prácticamente en ningún momento de la cinta se nos muestran realizando alguna actividad productiva, más allá del establecimiento de unos diálogos coloquiales -si bien hay un momento en el que aparecen tocando música, conformados en una especie de banda amateur de rock-, siendo el objeto principal y en efecto casi único el del consumo deliberado y abundante de toda clase de drogas. En esta coyuntura aparece un personaje como Sara, que viene a representar una completa virginidad con respecto a ese mundo turbio, y de su progresiva relación y algo próximo (que no equivalente) a su enamoramiento con James, nace la corrupción de su perspectiva, de sus inquietudes y, por ende, de su destino definitivo; un cambio radical y repentino de su lugar en el mundo.
Sobre esta transformación habla una película como la ópera prima de Jason Banker, con la virtud de hacerlo casi siempre desde un sutil y necesario distanciamiento, lo que no impide que su cámara se aproxime a este grupo de desheredados con el fin de escudriñar sus sensaciones e inquietudes, no por mundanas menos auténticas, sino todo lo contrario: se trata del autoconsciente mecanismo de protección que el realizador establece con el espectador, y que tiene como único fin promover la reflexión acerca de su discurso. Su efecto de plena demolición de una realidad venida a menos se deduce a raíz del que se adentra en lo desconocido por una mera cuestión de curiosidad, por un afán de exploración que reside en el interior del ser humano, y que a pesar de su perceptible componente de peligrosidad consigue vencerse por la condición de inquietud natural en él. Así, el vórtice de pura absorción en el que (con)vive el grupo de personajes se adelanta, en el caso de la protagonista, un paso más allá, en lo que supone un auténtico agujero negro, indescifrable e inasumible en su propia definición.
Este viaje a los infiernos, aunque previamente avistado y en cierta medida predecible, no se imaginaba constatable. El director es capaz de representar, desde el caos de un espacio interior, nuestra condición de ignominia toda vez sucumbidos a los efectos de la alteración sensorial producto del alcohol y otros estupefacientes; pero también extiende una mirada naturalista y que favorece una interrelación más normalizada de los personajes a través de la exposición en bellos cuadros exteriores; y por último dedica un apartado propio a promover una relación con la naturaleza y el paisaje de todo punto amenazante y traicionera, como si el caminar por un sendero oscuro con paso ligero y una valentía temeraria se condenase desde una fuerza invisible y suprema con algo más temible que la propia muerte: la simple desaparición.
Se percibe pues en todo momento un descarado simbolismo emparentado con la oscuridad, una aureola de malditismo que recorre la cinta y se desgrana a partir de la semejanza que se establece entre el consumo de sustancias alucinógenas y el paso a otros mundos de percepción, como puede ser el de la progresiva apertura de las llamadas “siete puertas del infierno”. Un extraño conocimiento que relata, en frases esparcidas a lo largo de la narración y en off, la propia Sara, aun sin que tengamos la certeza del momento de su aprendizaje; lejos de esgrimirse como un elemental fallo de guión, Jason Banker (quien también lo firma) pretende inducirnos en un estado de confusión similar al que vive ella, a la par que nos empapa de esa sensación de miedo atávico, fruto de un caramelo envenenado pero irresistible, que recorre primero su cuerpo y después termina por invadir su mente, enajenándola así por completo.
Toad road establece una lúcida y amenazante reflexión acerca de nuestra condición como seres débiles. Funciona como relato de horror experimental, haciendo emerger un terror interior de lo más profundo de nuestras entrañas, manchando en primera instancia y encenagando por último nuestra existencia, lo que demuestra la negra lectura que su realizador promueve de los vicios y tentaciones que nos rodean -sin necesidad de entablar un juicio preclaro al respecto, sacando a relucir el misterio de su seducción; y por la frontalidad con que lo aborda, intuyéndose la veracidad de una vivencia propia y traumática detrás-. Pero sobre todo asusta por la vía del desolador realismo que subyace bajo su figuración: convertir de un zarpazo la inocencia en volatilidad, o bien la inofensiva condición de paria en letargo existencial: sendas transformaciones sugieren una verdadera, si bien inaprensible, revelación.