Crítica de The Duke of Burgundy, de Peter Strickland
1agosto 26, 2015 por Roberto García-Ochoa Peces
The Duke of Burgundy, producción inglesa del 2014, tuvo un estreno muy reducido en salas españolas (únicamente tres cines de otras tantas capitales), y también se ha lanzado en formato doméstico por La Aventura Audiovisual. Y sin embargo es una obra que merece rescatarse del olvido, en la que su director, Peter Strickland, termina de confirmar las buenas impresiones que ya dejara en Berberian Sound Studio. Una cinta rica en detalle y de una cualidad eminentemente atractiva, subyugante.
País: Inglaterra
Año: 2014
Duración: 104 min.
Director: Peter Strickland
Guión: Peter Strickland
Fotografía: Nic Knowland
Música: Faris Badwan, Rachel Zeffira
Reparto: Chiara D’Anna, Sidse Babbet Knudsen, Kata Bartsch, Monica Swinn
Productora: Rook Films / Pioner Pictures
Página web: https://www.facebook.com/TheDukeOfBurgundy
EL ARTE DE LA SEDUCCION
Hay una palabra clave que hace acto de presencia en determinados momentos álgidos dentro del juego de atracción sensual que propone The Duke of Burgundy. Su pronunciación supone el despertar de un sueño húmedo con connotaciones de pesadilla, la liberación ante un mundo de deseos reprimidos e impulsos maniatados por el impedimento físico, acaso moral. El último eslabón en la cadena de la sumisión, más o menos voluntaria pero siempre irrefrenable, que se prolonga en el interior de un espacio limitado por la decoración fetiche, un caserón de reminiscencias victorianas que se establece como perfecto centro de liberación de los placeres más ocultos de un par de mujeres gustosamente sometidas a los laberintos que les plantea la pasión más desordenada y subconsciente; la más pura, inquebrantable y perenne en su condición (a)temporal.
La palabra descrita es “Pinastri” y hace referencia, en su origen etimológico, a una subespecie dentro de una especie de mariposas. Un pequeño primer enredo que habla a las claras de la multiplicidad de capas que atañen a una narración como la que aquí plantea el inglés Peter Strickland, no en cuanto a su establecimiento en el relato (en apariencia lineal, sin demasiados saltos temporales) como en lo que a su introspección sicológica refiere. Se vislumbra así una atractiva simbología entre el insecto, objeto de estudio de la aristócrata dueña de la mansión campestre donde se desarolla la práctica totalidad de la historia, y los dos personajes femeninos, el de ésta -que ejerce el papel dominante- y el de la joven que acude a servirla bajo una total asunción de este rol. Son múltiples y harto representativos los instantes en los que distintas mariposas ocupan la totalidad del plano, incluso aproximándose hasta el primerísimo plano o el plano detalle, reconvirtiendo así su inicial belleza en cuanto a colorido y forma en una progresiva fealdad por que la extrema cercanía de su cuerpo revela detalles de naturaleza común, y sin embargo poco agradables de ver desde este enfoque, lo que permite adivinar, incluso, la adentración en terrenos misteriosos, extraños por definición. Una exploración con evidentes signos de peligrosidad similar a la relación que nuestras protagonistas están decididas, casi irracionalmente, a emprender.
Pero Strickland (un autor sin duda alguna a seguir muy de cerca, firmante de la excelente Berberian Sound Studio) se guarda mucho de ahondar en terrenos morbosos o de acometer una exploración literal de la temática sadomasoquista que incuestionablemente merodea su propuesta. Resulta evidente que en su historia residen todos los elementos necesarios para conformar una explotación sexual al uso, bajo los posibles patrones de un interés comercial o de búsqueda de complicidad con el espectador más deseoso de ver impreso el roce de carne desnuda sobre la pantalla -coyuntura en la que nuestro Jesús Franco se desenvolvía con soltura en la mayoría de sus producciones, de las que sin duda el director inglés toma buena nota, haciendo que nazca parte de su inspiración; por suerte la elegante y, al mismo tiempo, enfermiza corporeidad femenina visible en Belle de jour, del maestro Buñuel, también se entrevee como puntal de referencia-. Y sin embargo el interés principal aquí es el de elevar una estética de la pasión y ostentar una estimulación de los sentidos desde un marco puramente audiovisual y bajo un grado de refinamiento supremo, situándose, por tanto, muy por encima de cualquier lectura de nivel no digamos ya pornográfica (componenda que se ve rebajada al ámbito de un soft en cualquier caso nada preeminente) sino de mera exhibición sexual.
Es admirable la forma en que el realizador se interioriza en la psique (incluso, literalmente, en los cuerpos) de las dos féminas a través, en una primera instancia, de la repetición de palabras, expresiones y mandatos -que constatan un deseo a priori inalcanzable, único y prohibido pero que se antoja imprescindible para terminar de redondear la propia existencia- como, sobre todo, de una exquisita expresión formal que se manifiesta de la mano de una puesta en escena sumamente estudiada y de fiel y obsesiva representación, haciendo que cada plano cobre pleno sentido dentro de la maraña de emociones que se palpan bajo su intersección. El cuidado grado de detalle puede alcanzar desde una mirada cruzada y temerosa (o cómplice) antes de la cual se intercala el plano que observa una bota de color negro y tacón alto, hasta un zoom que se adentra de manera insensata hacia los recovecos exteriores que conforman los relieves decorativos de un baúl en cuyo interior viene a manifestarse el deseo reprimido (como si éste fuese un espacio sagrado ante el cual no es posible penetrar, por lo que resta la máxima aproximación a su contorno para sentir su sentido último), o bien la repetición de fotogramas que muestran la multiplicación de bellas y variadas mariposas superpuestas bajo una fotografía de tono rasgado y con el sonido ensordecedor de su zumbido inundando la onírica secuencia. Son, todas ellas, lecturas del placer virgen y desbocado que insufla de sangre las venas del relato, pero asimismo una prolongación de la exégesis de éste para con el espectador, sumido en una suerte de atracción fatal. Es la revelación del innegable tino en la planificación de una obra mayor, que habla de una excelsa visión para la representación de imágenes de eminencia seductora.
The Duke of Burgundy se ocupa en pulsar algunas de las teclas de estilo del giallo -género que se antoja predilecto para Strickland, dado el abordaje que sobre él realiza, si bien también de manera indirecta, en su anterior y mencionado filme-, pero aquí no hay asesinatos, aparte del que se comete contra la razón en pos de la liberación del deseo más primario. Un fetiche más, conceptualmente externo, que unir a otros tantos que la cámara se encarga de recoger desde el interior, en una exploración abundante, enriquecedora e inagotable del placer como modo de vida dentro de este cuento erótico-dramático repleto de tensión a la hora de desnudar los patrones que rigen las relaciones humanas. Detallismo, interacción y suavidad para dar forma a un torrencial lenguaje de poderosa simbología cinematográfica.
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