Cavalo Dinheiro, de Pedro Costa
Deja un comentarioseptiembre 27, 2016 por Roberto García-Ochoa Peces
Caballo dinero es otro gran filme de Pedro Costa. Retomando la historia personal de Ventura (introducida en anteriores películas como Juventude em marcha), continúa hablándonos sin tapujos y desde la excelencia artística de la sempiterna desdicha de los desfavorecidos.
País: Portugal
Año: 2014
Duración: 104 min.
Director: Pedro Costa
Guión: Pedro Costa
Fotografía: Leonardo Simões
Montaje: João Dias
Música: Os Tubarões
Reparto: Ventura, Tito Furtado, Antonio Santos, Vitalina Varela
Productora: Sociedade Óptica Técnica
CONMOVEDOR RETABLO DE UNA PENUMBRA VITAL
Ventura camina lentamente hacia nosotros, alto y desgarbado como caracteriza a su figura pero ya visiblemente deteriorado, irremisiblemente envejecido por un tiempo que no conoce la palabra piedad. Avanza a duras penas emergiendo de las sombras, casi tambaleándose en el foco central del plano estático y oscurecido que preside nuestra atenta mirada, que observa lo más parecido a una inopinada representación sobre la figura del zombi humano, aquella que impele al pobre de mente pero no de espíritu. A continuación, le observamos tumbado sobre la cama del hospital, lugar donde otros seres nobles de corazón cuidan de su debilidad, rodeado de algunos compañeros del viaje que una vez fue su vida. Rostros desgajados, duras miradas perdidas (o concentradas) contra lo inevitable. Silencio. Luz entrecortada.
Son estos algunos de los planos iniciales que conforman Cavalo Dinheiro, la última obra del director portugués Pedro Costa. Un nombre verdaderamente importante dentro del circuito de festivales especializados en ese cine denominado “de autor”, que no es sino la manera de entender el cine fuera de los habituales gustos mayoritarios del público, intentando dar forma a otras historias bajo unos patrones más personales y auténticos pero menos inmediatos, promoviendo la reflexión por encima de la diversión, o entendiendo ésta desde otro punto de vista, acaso más artístico, que acarree un más largo recorrido en nuestra persona una vez acabada la proyección; ejercicios a modo de baluarte por la independencia creativa.
El protagonista es la persona, Ventura. No existe la actuación, o no en el sentido como tradicionalmente la conocemos. La película son él y su experiencia, su vida entera visible en la figura de un bonachón desorientado y que afronta el ocaso de su existencia. Tan triste como real es el transcurso de este inmigrante caboverdiano al que ya conocimos en Juventude em marcha (2006), cuando Pedro Costa lo encontró por las calles de Fontaínhas, uno de los barrios más empobrecidos de Lisboa, cascajosa “residencia” de yonquis y demás parias de la sociedad. Entonces se decidió a filmarlo, sintió la imperiosa necesidad de hacer un cine que ofrecía poesía visual a partir de la desdicha, lo que a priori puede confundirse en una contradicción moral pero que, bien mirado, no es sino la constatación de una espontánea y emocionante comunión humana y espiritual -la del creador junto a su criatura, a la que acompaña más allá a través de su cámara- grabada a fuego para la perpetuidad, en un valiente acto de justicia social. Este fue el último ejercicio de refinamiento, previamente ensayado en esa misma localización con otra presencia plena de inocencia (auto)destruída: la de Vanda Duarte, protagonista de Ossos (1997) y No quarto da Vanda (2000), dos dolorosos pinchazos de realidad desprovistos de filtro.
Cavalo Dinheiro es Caballo Dinero, y este es el iluminador nombre del animal que Ventura dejó atrás en su juventud, ya un recuerdo difuso y borrado en su práctica totalidad. Mirando bien, quizás pueda llegar a distinguirse en alguna de las múltiples fotografías ajadas que se pasan como inicio del relato, cuales fotogramas de otro tiempo dispuestos a incorporarse al carrusel de imágenes en fúnebre movimiento que llegarán para describir físicamente ese paso del tiempo, auténtico motivo central de la película. La manifestación de ese relevante engarce, del estatismo al dinamismo, del blanco y negro al color, desemboca en lo que parece un cuadro del propio protagonista, que toma vida situado junto a unas escaleras sin que el espectador termine de distinguir el lapso intermedio; un auténtico efecto de maestría por parte de Costa, mago de la existencia que nace del cinematógrafo. Y es que lo que aquí acontece traspasa el sentido de la imagen propiamente dicha para transformarse en un retablo de belleza embaucadora, secuencias filmadas generalmente en plano estático que bien podrían extraerse de un pintor romántico… o gótico, por la mezcolanza de luz y oscuridad, de temor y vana esperanza por una batalla ya perdida. La fotografía de Leonardo Simões refleja así los últimos temblores de una vida que se apaga, en modo convaleciente pero dejando vislumbrar un rayo de luz, entremezclando visualmente los espasmódicos y automáticos movimientos del desvaído cuerpo -signo de un pasado enérgico, los coletazos de una lucha constante- con el polvo en el que acabará fundiéndose, bajo un telón de penumbra.
Y sin embargo lo más importante es la palabra, que no deja de estar presente a lo largo del metraje, reclamando el valor de su mensaje sobre el espectador. Sólo mediante ella puede verbalizarse la remembranza; sólo ella puede reflejar el tono de un estado vital; su torrencial discurrir es el único medio para entender el por qué de los miedos del presente, no los del deterioro mental o físico, sino los de la incomprensión. ¿Cómo asustarse de un compañero militar, defensor de las mismas ideas libertarias? La Revolución de los Claveles de 1974 es el germen de muchas cosas en Portugal, también de esta película. Pero su poderosa simbología no es capaz de erradicar la fortaleza de las armas ni el colapso que supone la violencia de una guerra, infiltrada hasta la hora final en el interior de las almas más desfavorecidas de cuantas tienen la desdicha de presenciarla. La palabra, decía. Quizás el único canal posible (hablado, cantado, orado, susurrado…) para volver a aprender qué significaba amar, y para erradicar, aunque fuera momentánea y por supuesto irracionalmente, el horror de la conciencia de Ventura. De nuestras conciencias.