Malpertuis, de Harry Kümel
agosto 24, 2018 por Roberto García-Ochoa Peces
Malpertuis (1971), película belga dirigida por Harry Kümel que adapta la novela homónima de Jean Ray, es un artefacto que a día de hoy continúa sorprendiendo por su condición de rara avis. Una obra inclasificable, mezcla de fantasía, horror y drama, que involucra a una serie de ávidos personajes a merced del viejo tirano Cassavius, en otra destacable interpretación del orondo maestro Orson Welles. El crítico argentino Federico Fornasari reflexiona sobre la película, sirviéndose de la misma para arrojar una lectura paralela en torno a las filias personales y la especial predisposición que pueden inferirse de su visionado.
Título original: Malpertuis: Histoire d’une maison maudite
País: Bélgica, Francia, Alemania
Año: 1971
Duración: 125 min.
Director: Harry Kümel
Guion: Jean Ferry, sobre la novela homónima escrita por Jean Ray
Fotografía: Gerry Fisher
Música: Georges Delerue
Intérpretes: Orson Welles, Susan Hampshire, Mathieu Carrière, Michel Bouquet, Jean-Pierre Cassel
Género: Fantasía, terror, drama
Productora: Artémis Productions / Les Productions Artistes Associés / SOFLDOC / Société d’Expansion du Spectacle
Esa vieja casa al pie del Olimpo
Sostener que la cinematografía de género de los años setenta no deja de sorprender podría clasificarnos, inevitablemente, como sujetos tendentes a la redundancia. Sin embargo, es posible apelar a una tautología para enfatizar semejante afirmación respecto a la obra que nos ocupa: “la película Malpertuis, en la que trabaja Orson Welles, es tan compleja e imponente como él y merece ser vista con nuestros propios ojos”. En efecto, así como la tautología es un término que proviene de un vocablo griego, la obra también remite, en una de sus más certeras interpretaciones, al vasto mundo de la mitología helénica. Retórica y Caos se confunden aquí, bajo el manto del terror y el desconcierto.
Entre los entendidos, su director, el belga Harry Kümel, es conocido por el sofisticado filme El rojo en los labios, realizado también en 1971 y que se vincula al tema del vampirismo desde una perspectiva que destaca por su fuerte erotismo, decorados espléndidos y la actuación de la inolvidable Delphine Seyrig. Además de por Malpertuis que, como sostendremos, resulta una excelente e intimidante adaptación de la exuberante novela que su compatriota Jean Ray (señalado como el Poe belga) escribiera en 1943.
Si nos obligaran a definir la obra en dos palabras, diríamos que se trata de una cinta de “horror mitológico”, no precisamente porque se dedique a abordarlo a partir de ciertas premisas clásicas, estilos o tópicos del género (podría clasificarse dentro del subgénero de casas malditas o encantadas), sino porque, en efecto, juega y mezcla, con un virtuosismo genialmente inyectado, temáticas de terror, violencia y traiciones entre divinidades –o demonios– de apariencia humana.
Así, al igual que ocurre en la novela, los hechos combinan varios ingredientes que encandilan desde el comienzo. Situados en las cercanías de una zona portuaria casi atemporal, el marinero Jan (Mathieu Carrière) se dirige a la antigua y laberíntica mansión Malpertuis, donde un importante acontecimiento está a punto de suceder: su tío Cassavius (un indescriptible Orson Welles) agoniza y realiza una convocatoria para la elección del heredero adecuado, bajo la carga de cumplir sus excéntricas (o más bien tiranas) últimas voluntades. En la casa conviven personajes de lo más variopintos. Parientes y personas cercanas a Cassavius esperan, atentas, la inminente decisión del magnánimo y déspota propietario, quien, inmóvil desde su lecho, imparte instrucciones a diestra y siniestra mientras aguarda el supuesto desenlace fatal.
Dentro del caserón todo parece un sueño. Junto al inexpresivo pero atrayente Jan, el visionado nos permite transitar por diferentes sensaciones y abre la puerta a una especie de monte Olimpo, donde Zeus, encarnado por Welles, juega con dioses, demonios y hombres. Nadie tiene el beneplácito del escalofriante moribundo, pero su presencia es tan abrumadora que no pueden sino adorarle, mas allá del horroroso secreto que parece esconder bajo las formas de reglas finales.
La película es un espiral de pesadilla, donde lo imprevisible puede parecer realidad y la cordura tornarse la locura más insana. Todo es terrorífico y confuso, y hay momentos en que la hipnosis generada por las imágenes supera en importancia la búsqueda de coherencia. Las actuaciones se imponen por sí mismas al desarrollo de su actividad, dejando paso al enorme carisma y honor que significa representar los papeles de dioses, demonios, sátiros, semidioses o humanos, como si de otra raza se tratara. El doctor de la familia, el pariente taxidermista, tres tías un tanto arpías, varias mujeres jóvenes, un retrasado obsesionado con la luz y la oscuridad (impecable Jean-Pierre Cassel), los encargados del mantenimiento de la casa y la cocina, además de otra pareja que regenta la tienda de pinturas y barnices adosada a la mansión. Todos ellos, junto a otros personajes secundarios, esperan, cuales legendarias aves de rapiña, la decisión de Cassavius, sin importarles los macabros juegos y humillaciones a los que este les somete en cada instante. Bajo las más grotescas y por momentos sutiles pinceladas del terror claustrofóbico, une tensiones, pasiones, violencias, celos y relaciones fuera de lo común, propias de leyendas que se atribuyen a personajes mitológicos.
La experiencia de su visionado impone la noción estética del gusto de los sentidos o, en cualquier caso, el sentido del gusto. Sabemos que la estética tiene que ver con ello: gusto puro versus gusto vulgar; gusto versus desagrado, refinamiento, etc. Haciendo pareja, no exenta de cierta problemática, con la subjetividad, el gusto está presente en la decisión que cada uno puede adoptar ante un filme determinado: le gusta o no le gusta por mil razones, entre las cuales pueden distinguirse el instante mismo de la experiencia estética y las predisposiciones, más o menos estables, con las cuales encare dicha experiencia.
Malpertuis alude precisamente a lo anterior: se trata de una vivencia estética. Un tránsito que, sin duda, puede emparentarse con las preferencias culturales que uno lleve consigo antes de entrar a la sala o cuando toma la decisión de ver una película. La decisión y el resultado de ver esta obra remite a un ineludible ejercicio de introspección; a la evocación de lo que nos genera curiosidad; a nuestras vidas, nuestras dichas, nuestros sufrimientos o nuestros pensamientos. En definitiva, al reconocimiento de la importancia de los mitos. Máxime cuando sus personajes intentan imitar a Zeus en la verdadera búsqueda de la morada definitiva.
Federico Fornasari