Crítica de Holy motors, de Leos Carax
7marzo 30, 2021 por Roberto García-Ochoa Peces
DE LA CAPACIDAD CAMALEÓNICA DEL CINE
El público nos mira. Un hombre despierta en una habitación amplia y diáfana, que no parece la suya. Al fondo, puntos de luz iluminan la negrura de la noche en la gran ciudad. El hombre se levanta y recorre la habitación, descubriéndola al mismo tiempo que nosotros. Pronto, las paredes se confunden con los árboles de un bosque, en un milagroso e ilusorio efecto del decorado. La cámara y el individuo siguen girando a la par, hasta que topan con una puerta, tan misteriosa e inesperada como necesaria. El dedo del hombre se transforma entonces en la llave que permite su apertura. Y al traspasarla, encuentra un cine repleto de figuras fantasmagóricas. Y el público nos mira, estático, inexpresivo, aletargado.

Denis Lavant, el genio del disfraz
¿Qué supone esta representación? ¿Acaso somos nosotros ese público y formamos, por tanto, parte intrínseca de la película? ¿O no es sino una transformación más -una de tantas que vendrán en lo sucesivo- de nuestra mirada, de nuestra forma de observar esa representación? Sea como fuere, el inicio de Holy Motors supone un perfecto carril de incorporación hacia la autovía sin dirección establecida que habremos de recorrer después, subidos en la lujosa limusina que hace las veces de camerino del disfraz del hombre moderno. Un camino de once paradas donde el actor Denis Lavant hace tremendo honor a su profesión, transformándose en sendos caracteres (desde un banquero a una mendiga, pasando de un pordiosero ser del inframundo a un padre de familia o un asesino) en una suerte de mutación continuada, donde la muerte deja de ser una realidad para convertirse en un concepto de difícil aprehensión, toda vez inmiscuido en los (des)órdenes de la representación cinematográfica. Y donde la resurrección tiene su razón de ser, alejada de la connotación religiosa e inyectada de la capacidad ilusoria del cine, que engendra el gozo y la renovación de espíritu. Movido, este último, gracias al motor del cuerpo humano, que se encarna en la figura del actor pero se apuntala por el símbolo de la limusina como gran carruaje, como instrumento aparentemente banal de un tiempo que no nos pertenece. Estos son los motores sagrados de los que habla el título, y que han insuflado la vida a las acciones que acontecen en la cinta.
El dueño de semejante inventiva, absolutamente impelente e inconformista para con la habitual pose acomodaticia del espectador del siglo XXI, es el realizador francés Leos Carax. Un autor maldito en su país, que deslumbró con sus dos primeras realizaciones hace ya casi 30 años (Boy meets girl y Mauvais sang) y tocó techo en la década siguiente con Los amantes del Pont-Neuf, a la que siguieron Pola-X y trece años de ostracismo, si obviamos su participación en el film colectivo Tokyo! (2008). El hecho de que ese hombre aludido en la primera secuencia sea él mismo, y de que, en la parte final del film, vuelva a ocupar los desvencijados almacenes de La Samaritaine que copan el mencionado Pont-Neuf, no habla sino de una auto-reivindicación de una obra singular y profundamente personal, que va mucho más allá si tenemos en cuenta la inagotable fuente de referencias que es Holy motors. Diríase un recorrido episódico, caprichoso pero igualmente selectivo, por la historia del cine (francés): desde los pioneros Etienne-Jules Marey (suyas son las primitivas imágenes de los cuerpos en movimiento que abren el film), hasta la poesía visual de Georges Franju (hecha explícita tanto en la máscara que Edith Scob -protagonista de esa gran obra maestra llamada Los ojos sin rostro– se coloca al final de la película, como en la mención que del mismo se hace en los títulos de crédito), pasando por la velada reproducción de algunas imágenes (y sentires) del maestro Jean Cocteau, en especial acerca de La bella y la bestia, o haciéndose eco de la imagen estética de Godard, e incluso participando en un similar gusto por el surrealismo más anárquico, santo y seña de Buñuel.

Máscaras intrigantes, en primer y segundo plano
De este complejo collage emerge una obra única en su especie. Un animal herido por la diferencia y apuntado precisamente por ella; capaz de sugerir y provocar, de alterar y hacer enmudecer, fruto de su condición de rara avis absolutamente libre y despojada de cualquier clase de convencionalismo. La antítesis del conformismo, la radicalidad del pensamiento cinematográfico y su puesta en escena, inimaginable, inagotable, inexplicable. Su grado de toxicidad es tal que contagia a una narración que no necesita de formalismos ni adhesiones, sino que vuela despeinada y a trompicones, en constante parada y arranque; pausa y movimiento entretanto que se efectúa el correspondiente cambio de disfraz, qué otra cosa si no es el propio cine. Todoterreno de géneros, la idiosincrasia de los fotogramas no para de mutar, como mutante es el protagonista. Aquí no prima la palabra -como sí ocurre en su pariente lejana Cosmópolis– sino el gesto y la belleza del mismo, que justifican una vida de por sí. Porque lo importante es la forma de mirar las cosas, pero ¿y si el público dejara de mirar?
Tenía ganas de ver esta peli, pero después de leer tu exquisita crítica, MÁS!!!!!
Gracias por tu comentario, Jose.
Estoy seguro que no te defraudará. Eso sí, no esperes nada convencional, sino todo lo contrario. Pero déjate llevar por sus imágenes y te atrapará…
Saludos!
Después del visionado de esta cinta tan ¿culterana? en una sala dedicada a cine de autor, y esperando lo que fuera, pero con prudencia, puedo estar de acuerdo contigo en el comienzo de tu crítica pero no en el resto. La cinta se muestra deliberadamente inconexa y hermética, ni siquiera se la puede llamar surrealista. Quizás un fresco sobre la vida, la muerte, el amor, la religión, o quizás nada, un título disfrazado de intelectualidad que encierra un abismo de vacuidad terrible. Lo bueno de estos autores -para ellos, claro- es que se encierran tan en sí mismos que por mucho que les digan se la resbala todo. Es difícilmente criticable una película que no está concebida para el público, y esa es la ventaja con la que cuentan Carax, Resnais y etc.
Me apena leer estas palabras de alguien como tú, pero en fin, supongo que no todos apreciamos el cine de la misma manera, ni lo miramos igual. Es por eso que debo puntualizarte:
No puedes acusar a la cinta como de deliberadamente inconexa, porque está perfectamente enlazada, a través de las diferentes mutaciones del personaje principal; a partir de ahí estructura su narrativa, que desde luego no es baladí y alberga no poco sentido. Y precisamente ese sentido está orientado hacia el juego con la propia historia del cine; eso ESTÁ AHÍ, lo que pasa es que hay que saber verlo (para lo cual es necesario haber mamado un poco de cine clásico francés, obviamente). Todas y cada una de las referencias que cito son visibles (aunque es cierto que unas más que otras, y sin embargo hay algunas evidentes, como las que apuntan a Franju y Cocteau), y todas se infiltran, diría se transmutan, en el relato a la perfección, conforme a la propuesta establecida. Se conforma así un conjunto de lo más sugerente y atrapante, que se personaliza gracias a la carne del gran Denis Lavant.
Por lo tanto, antes que acusar a ciertos autores -algunos de ellos, aparte de maestros, unánimemente reconocidos como de capital importancia en la historia del cine, como en el caso de Resnais- poco menos que de impostores, sería bueno preocuparse en seguir mirando más y más películas, no sólo las evidentes, para aprender de ellos no ya sobre el mismo séptimo arte, sino sobre la vida misma, y así (re)pensar sobre nuestro papel en el mundo.
Un saludo y gracias por comentar.
no puede ser, no puede ser…
Vaya, veo que ni el tiempo te hace recapacitar… No va a haber más remedio que visionarla juntos para acabar con esta obsesión tuya con este gran film. Tranquilo, te lo explicaré.
No jodas tío, con una vez tuve bastante.