Crítica de Mátalos suavemente, de Andrew Dominik
Deja un comentarioabril 15, 2021 por Roberto García-Ochoa Peces
Un hombre desarrapado, joven pero que se nota viejo de alma, sale de la misma negrura hacia una excesiva, prácticamente abrasada, claridad; le rodean papeles al viento y su cigarro, cuyas caladas desprenden un humo que se engancha sobre los pliegues de su andrajoso rostro, que se enreda alrededor de su desordenado cabello, tan sucio como su espíritu. Al fondo, situados sobre su cabeza, dos carteles enfrentan a Obama con McCain; nos hallamos en plena efervescencia pre-electoral americana, allá por el año 2008. Insertado a lo largo de esta clarividente secuencia de introducción, el terrible rótulo que da título a la cinta, prácticamente violentado en sendos cortes abruptos que separan ambas palabras en mitad del inestable caminar hacia ninguna parte del pobre muchacho, sincopado en un sinfín de fundidos a negro, quizá una premonición acerca de la textura que avendrá en lo sucesivo.
Así se abre Mátalos suavamente, la última película del australiano Andrew Dominik. La secuencia es importante porque prefigura, de antemano y antes de que siquiera haya pronunciado una palabra, el destino de su protagonista. Sabemos de él tanto como podremos llegar a saber más adelante, en realidad no hace falta ningún apunte adicional. También conocemos que esta será una historia netamente americana, forjada en su turbulento interior, protagonizada por sus ciudadanos, y medida en base a la cualidad violenta que enfrenta a los diferentes -y no siempre visibles- estratos de la sociedad que la conforma y que la hace avanzar, inexorablemente, hacia una presumible tragedia. Igualmente disponemos de una idea sobre la musicalidad que recorrerá las incómodas imágenes que aquí acontecen, y que sirve para definir el grado de pureza, más o menos impostado, de las mismas.
Es ésta una historia de parias. Todos lo son, lo saben y se afanan en seguir siéndolo, aun creyendo lo contrario; poseen el nexo de la escopeta en mano -aunque ésta se arme con mayor o menor clase-, pero todos son hijos de un mismo espíritu consumista (en el amplio sentido de la palabra) y destinados a un futuro gris. Un fiel reflejo del paradigma americano envuelto en la forma de un thriller ostentoso, seco, rudo y ocasionalmente acicalado en el exceso caprichoso. No hay un esqueleto suficientemente fuerte que lo sustente, y sin embargo la elocuencia de los diálogos que aquí se dispensan -de una ascendente negrura cómica- hablan a las claras del fondo de la cuestión, a la vez que vislumbran la necedad de la superficie; un continuo murmullo de fondo, tanto de palabras (necias), como de sonidos (disparados) y música (intravenosa, con la excepcional presencia de algunos ilustres para consonar con esta irremediable espiral de decadencia, desde la Velvet Underground hasta el mismísimo Johnny Cash), que sirve como fiel retrato de una sociedad en la que siempre se encuentra a alguien que pisotee al anterior, pese (o precisamente debido) a su invisibilidad. Porque “América no es un país, es un puto negocio; así que dame mi maldito dinero”, tal y como pronuncia el matón interpretado por Brad Pitt a modo de cierre del film.
La caligrafía visual que escoge Dominik para acometer este particular apocalipsis de nuestros días se rige por la varianza. Existe una indudable intención esteticista en su puesta en escena, y por eso pasa de la incomodidad que supone una pelea callejera, tremendamente impactante y brutal, al deleite gratuito de una ejecución en slow motion, donde enseña con un detalle rayano en lo enfermizo el recorrido de una bala hasta atravesar la cabeza de su objetivo. Esto demuestra la solvencia creativa de su director, pero pone en cuestión su capacidad para concebir imágenes necesarias, que se adapten al sentido de la historia más allá de la recreación, del mero placer de la contemplación; aparte, rebaja el sentido crítico del conjunto, por la descompensación tonal de una narración que se muestra, de esta manera, algo dispersa.
No obstante, Mátalos suavemente no pierde un ápice de fuerza en su afán de denunciar esa suciedad que corroe a EE.UU. y su modus operandi, tan reconocible y a la vez tan soterrada bajo el cacareado sueño americano. Y para alcanzarlo no duda en usar sus mismas armas, llamativas pero ocasionalmente volubles; una estrategia peligrosa pero acaparadora y ciertamente efectiva. Hay algo que incomoda realmente al espectador, y eso es precisamente lo que se intuye pero nunca se ve, como una sombra siniestra que acecha a la vuelta de la esquina, predispuesta y decidida a exterminar la ingenuidad. Y no dudará ni por un instante en hacerlo si el pragmatismo socio-económico del entorno dictara que así fuera necesario, sin ni siquiera haber dado tiempo para que uno se percate de ello.