Crítica de La cuestión humana, dirigida por Nicolas Klotz

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abril 30, 2021 por Roberto García-Ochoa Peces

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La historia. Ese ente teóricamente inamovible, incuestionable, irreproducible. El terror exterminador, no ficticio, sino abyectamente real, terriblemente cercano en el recuerdo y de hecho en el espacio. El capitalismo y sus tremebundas fauces, su engrasada maquinaria funcionando con la perfección e implacabilidad habituales. La soledad, la enfermedad del hombre moderno que vive sin amparo en la sociedad del constante progreso. La consciencia, la necesaria toma de partido dentro de la terrible parábola de nuestra existencia. De todo lo anterior nos habla La cuestión humana, pero no de cualquier manera, sino obligándonos a la debida reflexión que ha de guiarnos en la soberana tarea del necesario (auto)juicio.

Nicolas Klotz es un veterano director francés desconocido en España que adapta, con este film, la novela homónima de François Emmanuel. En él se nos cuenta la experiencia de Simon (soberbiamente interpretado por un pétreo Mathieu Amalric), quien nos narra en off su experiencia al frente del departamento de recursos humanos de una gran empresa francesa, filial de la matrona alemana. Cuando recibe el encargo de uno de los jefes de vigilar a otro, acatará la decisión levemente sorprendido pero dispuesto, ya que él representa el perfecto ejemplo de rectitud y profesionalidad en la labor encomendada, sin dudas ni cuestionamientos sobre la misma; su trabajo como selector de nuevo personal y eliminador del antiguo es modélico, y esta descripción tan poco amigable de su tarea profesional no es exagerada ni en vano. Porque esta investigación que lleva a cabo no es sino la excusa que se utiliza en la historia para destapar el verdadero motivo de la misma, que posteriormente se hará explícito: la equiparación de las rígidas, impersonales e infalibles formas de la actual empresa con los calculados métodos utilizados en el genocidio nazi.

Simon, despertando su conciencia

Un planteamiento radical y pavoroso que requiere de una puesta en escena igualmente estudiada. De ahí que el director francés se contagie de la gravedad de los hechos y calme la narración para su adecuada comprensión, para el logro de su difícil transmisión. Dotada de un ritmo lento que basa su transcurrir en largas tomas y prolongados diálogos (y algún esclarecedor monólogo), el film hace suya la gelidez de sus cadáveres andantes, consiguiendo recrear certeramente el ambiente frío y deshumanizado que mueve la sociedad del trabajo retratada, que es la nuestra; y para la representación de su lúcida metáfora, se da prominente importancia al lenguaje, embaucado de la tecnificación que ayude a enmascarar la crueldad funcional, aparte la componente social y crucifique, en definitiva, lo humano.

Sólo la música supone un motivo de alivio en la cinta, y ni siquiera eso, porque al final también entrará a formar parte de la crudeza de la representación. El realizador francés deja constancia de su melomanía descansando el peso del relato en livianos pasajes pop que transcurren paralelos a los inocuos paseos de las almas heridas que por aquí transitan; insufla vida mecánica a los cuerpos cuando éstos se mueven espasmódicamente al cíclico son de la “rave”, en su delirante pero imprescindible ritual de la liberación; también se ocupa de empaparnos de melancolía con esas dos canciones seguidas a capela, no sólo a través del oído, además con la vista, deteniéndonos junto a los protagonistas delante de los rostros de las voces; y ya hacia el final, cuando el surrealismo derribe definitivamente lo insoportable del realismo anterior, se encarga de dotar a las imágenes correspondientes de ese sonido a medio camino entre la electrónica y el motivo naíf, tan vaporoso, tan justo. Sin embargo la severidad de su discurso retornará cuando (tras)torne la belleza de la musicalidad inherente a la composición clásica arrimándola a la fábrica vacía de la solución final; la inversión del deseo inicial de Simon, el descubrimiento de la espantosa verdad: una pesadilla clara acerca de la proximidad y facilidad de la desvirtuación, del horror.

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La cuestión humana es un film largo y difícil de ver, pero tan duro como necesario, el que sin la implicación directa del espectador a través de su atenta y afectada mirada, carece de sentido. Aquí no puede ni debe haber entretenimiento, aquí sólo tiene cabida el intelecto.

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