Crítica de Mesrine: Parte 2. Enemigo público nº 1, de Jean-François Richet
julio 1, 2021 por Roberto García-Ochoa Peces
Regresamos a la intrigante, compleja y polémica figura del criminal francés Jacques-René Mesrine, que iniciáramos hace unos meses, con el análisis de la segunda parte de la traslación fílmica en torno a sus peligrosas aventuras; recordemos: sin estreno comercial en salas españolas, pero editadas en Blu-ray y DVD por Vértice Cine. Bajo el subtítulo de Enemigo público nº 1, el director Jean-François Richet no hace sino abundar en el temperamental carácter del delincuente interpretado por un inspirado Vincent Cassel, si bien otorgándole una vertiente más sosegada que aloja, incluso, connotaciones de espiritualidad. Invitamos, de nuevo, a nuestro amigo y colaborador Federico Fornasari a enfrentarse con el criminal, recurriendo en esta ocasión al bisturí psicológico para erigirse vencedor del enjundioso envite.
País: Francia, Canadá
Título original: L’ennemi public n°1
Año: 2008
Estreno: 19-11-2008 en Francia (sin estreno comercial en España; disponible en Amazon Prime)
Duración: 133 min.
Director: Jean-François Richet
Guion: Abdel Raouf Dafri y Jean-François Richet, sobre el libro de Jacques Mesrine
Fotografía: Robert Gantz
Música: Marco Beltrami y Marcus Trumpp
Intérpretes: Vincent Cassel, Ludivine Sagnier, Mathieu Amalric, Samuel Le Bihan, Gérard Lanvin
Género: cine policíaco, mafia
Productora: La Petite Reine, M6 Films, Remstar Productions
Declive y (falsa) redención
Si la primera entrega nos advertía sobre quién era Mesrine y cómo actuaba, enlodado bajo una pátina que configuraba cierta amalgama de retrógradas o confusas ideas políticas con el fin de justificar asesinatos y robos sin miramientos ni clemencias, en esta segunda se nos presenta ya adulto e instalado definitivamente en París, donde tampoco reflexiona demasiado antes de actuar en los numerosos robos a bancos, casinos o secuestros a empresarios adinerados que acomete. Si bien, a medida que lo hace sabe, intuye, sospecha y está seguro de cuál será su final, circunstancias que le otorgan una nueva confianza en sí mismo, un sentimiento que transmite al espectador, manipulándolo y, tal vez, permitiendo que todos respiremos un poco ante tanta adrenalina y energía hiperbólica de la primera parte.
Por momentos tratamos de entender —no absolver, claro está— sus crueles acciones, un ejercicio iniciado en el capítulo anterior cuando se analizaron ciertas motivaciones del entorno que a veces han poseído quienes fueron protagonistas destacados de la comisión de actos ilícitos. Hasta ese punto. No más. La descomunal actuación de Vincent Cassel, en un rol hecho a su medida, tiene que ver con todo esto. Sabemos, como él, que va a terminar mal, pero deseamos que al menos se prepare para el momento decisivo.
A priori, en esta nueva entrega se arroja un halo de luz hacia un delincuente más sosegado, que se detiene, cocina para su nueva novia —una impactante Ludivine Sagnier— y para los nuevos amigos del hampa, tiene tiempo para ganar unos kilos de más y, si bien pretende acabar con el sistema que lo abruma porque odia la ley, resulta evidente que lo que único que desea es el dinero y que toda su grandilocuencia panfletaria es puro efectismo de neto corte populista. Ese movimiento pendular, grotesco, en el que pretende enrolarse como un delincuente abolicionista que aborrece vivir en sociedad, que desea matar jueces y pretende hacer explotar todas las prisiones del mundo para liberar a los presos —que para él se encuentran privados de su libertad por motivos políticos— lo posicionan en el extremo del ridículo. Entretanto, sus potenciales encuentros con el “Frente para La Liberación de Palestina” o el coqueteo con una posible vinculación a las Brigadas Rojas italianas resultan poses orientadas a contentar a sus nuevos cómplices, que no dudan, porque la duda para estos significa caos y autodestrucción. Llegan a espetarle que no es mejor acabar con el sistema, sino mantenerlo para seguir aprovechándose de él.
No obstante, como se apuntaba, se adivina en esta segunda parte a un Mesrine más espiritual, dueño de monólogos, o justificaciones parsimoniosas, a la postre más elaboradas, no exentas, claro está, de una megalomanía que permanece incólume —vale recordar que en 1973 escribió en prisión un libro de memorias donde confesó unos cuarenta asesinatos, aproximadamente—. Pero hay algo en él que aporta, por momentos, cierta humanidad en la progresiva madurez de su persona. El paso de los años y la emoción que exhibe ante el lecho de muerte de su padre, a quien visita en la clandestinidad, luego de una estrepitosa fuga en el juicio que lo había traído de vuelta desde América y, previamente, por la visita de su hija —ya adolescente— estando en prisión; sus disculpas sinceras hacia ambos; así como la manifestación conmovedora de que no se detendrá y que el crimen es, y ha sido, su camino elegido: “Como los bancos están cerrados, he venido a verte, papá”, le confiesa, mientras besa la frente del anciano agonizante.
En efecto, este criminal se la juega, abrigado con una “capa” de variados actos audaces, temerarios, casi reflejos. Ese abrigo se lo proporcionan su experiencia, pero también los nuevos cómplices referidos, encarnados brillantemente por Mathieu Amalric, Samuel Le Bihan y Gérard Lanvin, quienes van apareciendo y desapareciendo sin solución de continuidad, a medida que él presenta altibajos emocionales o falsamente intuitivos. Más allá de los buenos personajes que lo acompañaron en sus peripecias político-criminales lejos de Francia, cuando regresa deportado en 1973, las figuras de los socios del crimen destacan ahora por sus fuertes convicciones y bajo perfil, en algunas ocasiones, incluso, imponiéndose sobre el protagonista, quien era conocedor de que a cada una de sus acciones le acompañaba una repercusión mediática enorme, y si alguna de estas no estaba a su altura, se frustraba y despotricaba hasta límites inconcebibles. Como cuando pone el grito en el cielo ante la prioridad que los medios gráficos otorgan al golpe de estado en Chile dado por Pinochet.
En definitiva, el filme dividido en dos partes por Jean-François Richet merece toda la atención y una constante reivindicación. Se trata de un trabajo ejecutado en plenitud, que remite a la época de esplendor del “Polar” francés, ese que tuvo entidad suficiente como para competir en las grandes ligas del “star system”, haciendo uso de grandes actores y directores, así como de un discurso que evolucionó a lo largo de los años y que puede compararse con el del “noir” norteamericano, y a ciertos policiales italianos de la década de los setenta. El díptico de Mesrine, como el mismo adjetivo “Polar”, en el sentido histórico-cinematográfico, pero también en lo que a la atmósfera fílmica se refiere, permite una rápida identificación con lo mejor del policíaco francés por sus cualidades frías y nihilistas, pero bajo cuya superficie laten las emociones más fuertes, perversas y descontroladas, como bien apunta con énfasis Jesús Palacios en su excelso artículo “Los Bulevares del Crimen: Un viaje por las Regiones del Polar”, dentro del esencial libro Euro Noir, Serie Negra con Sabor Europeo (T&B Editores, Marzo de 2006).
Para conocer más sobre la obra del director, Jean-François Richet, léase la nota al pie de la primera reseña.