El cuarto largometraje de Robert Eggers es una nueva revisión del mito de Drácula que bebe tanto de la novela original de Bram Stoker como de la primera versión cinematográfica del famoso vampiro, a través de la cinta homónima dirigida por F.W. Murnau en 1922. Pero su aproximación es radicalmente diferente a cualquiera de las múltiples muestras que se hayan visto hasta el momento, abordando un Nosferatu mucho más realista que refuerza su naturaleza monstruosa, mientras abunda en simbología de configuración ocultista a lo largo del relato y termina por ofrecer una experiencia sensorial sin parangón en el cine de terror actual.

País: EE.UU., Reino Unido, Hungría
Año: 2024
Estreno: 25-12-2024
Duración: 133 min.
Director: Robert Eggers
Guion: Robert Eggers, sobre la novela de Bram Stoker y el guion de Henrik Galeen
Fotografía: Jarin Blaschke
Música: Robin Carolan
Intérpretes: Lily-Rose Depp, Nicholas Hoult, Bill Skarsgård, Willem Dafoe, Simon McBurney
Género: terror gótico
Productora: Focus Features, Maiden Voyage Pictures, Studio 8
LA PESTILENCIA DEL VAMPIRO
Robert Eggers ha vivido apegado a la pesadilla de Nosferatu desde edad temprana. Obsesionado, desde que viera una de sus fotografías cuando era niño, con la icónica (y aterradora) figura del primer vampiro cinematográfico, encarnada por Max Schreck en la cinta homónima dirigida por F.W. Murnau en 1922, persiguió y requirió a su madre una copia en VHS para poder visionar la obra. Supo, desde entonces, que en algún momento llevaría a cabo su propia versión sobre la leyenda de Vlad el Empalador. De hecho, la realizó antes no solo de la que nos ocupa, sino de cualquiera de sus tres cintas anteriores: fue en el insituto cuando produjo una versión teatral sobre Drácula, con ambientación en blanco y negro.
Como era de esperar, no le bastó, y persistió en su idea después de estrenar, con tan buena acogida, el que fuera su debut en el largometraje: La bruja (The VVitch: A New-England Folktale, 2015), escribiendo una primera versión del guion. Quedó aparcada en favor de sus siguientes cintas, El faro (2019) y El hombre del norte (2022), y tras la decepción en la taquilla que supuso esta última, así como varios cambios con respecto al reparto inicial que tenía en mente -entre ellos el del conde Orlok, inicialmente previsto para Doug Jones, quien, de modo irónico, acabara protagonizando el mismo papel para Nosferatu: A Symphony of Horror (David Lee Fisher), estrenada el año pasado-, supo que era el momento para encarar, definitivamente, su proyecto fetiche.

Y a tenor de lo expuesto en las imágenes de su particular Nosferatu (2024), tan meditada espera ha merecido, y mucho, la pena. Queriendo fijar, además, una efeméride tan especial como la del 25 de diciembre para estrenar, a nivel mundial (excluidas premières o preestrenos varios), su obra magna: un primer -o definitivo, según se mire- gesto cómplice por parte de un reconocido maestro del ocultismo (cuestión ya visible, en buena medida, en su citada primera película, con la que esta comparte no poca imaginería de índole satánica). Así, lo que Eggers nos entrega quiere rendir tributo a sus maestros primigenios, esto es, Bram Stoker y Henrik Galeen (firmante del guion de la original), a quienes cita en sus créditos, pero su influjo artístico despega y vuelta mucho más alto, para escarbar y nutrirse de cierta pintura del romanticismo -véase, entre otros, el cuadro La pesadilla (1781), de Johann Heinrich Füssli-, los relatos de terror góticos -herederos y enraizados, a su vez, de un profundo y funesto sentimiento romántico, capaz de embelesar, primero, y descomponer, acto seguido, a sus personajes protagonistas- y, por supuesto, de la arquitectura puramente gótica, incisiva en la imagen de edificios puntiagudos y pasajes interiores coronados en arcos (dentro de arcos). También hay rasgos de expresionismo cinematográfico alemán, sí, pero la manifiesta prolongación de esas garras nervudas y puntiagudas, así como la aparición de sombras sobre figuras espectrales en émulo de blanco y negro fotográfico, se antoja forzada y mucho menos inspirada.

En efecto, el director de New Hampshire, pese a su juventud, demuestra ser una persona extraordinariamente cultivada, cuestión que se refleja no solo en el interior de los bellos planos que es capaz de componer, sino en su contorno, a veces más difícil de observar. Nosferatu es una obra ampulosa en lo visual y enfática en su atmósfera, donde el horror subguya al vidente antes que le sirve de guía, no digamos ya de asidero; a este respecto, y merced al indiscriminado tempo al ralentí que refuerza la cualidad extemporánea de sus numerosos pasajes oníricos, la narración del viaje emprendido por Thomas Hutter (Nicholas Hoult) hacia el castillo de Orlok funciona a modo de agujero negro espectral: no hay retorno posible. Y, si lo hubiera, el estado ulterior no puede ser el mismo. La vivencia de semejante pesadilla de ultratumba servida en primera persona lega algunos de los mejores momentos del género de terror no ya de este 2024, sino de los últimos tiempos.
Pero deténgamonos en la figura protagónica, que aquí, a diferencia de siempre, es doble y funciona por oposición-fusión. Históricamente, Drácula (o Nosferatu) ha tenido un peso unívoco en el relato vampírico, sin lugar a dudas su mayor y más ilustre representante (y, asimismo, representado). Su imagen ha devenido en icono pop, visible desde el uso (y abuso) insaciable en videoclips de aquella sombra proyectada sobre una pared mientras subía unas escaleras, a la amable teatralidad de un Bela Lugosi (Dracula; Tod Browning, 1931) a su vez remedado, pasando por la elegancia fantaterrorífica aportada por un gentleman inglés como Christopher Lee (Dracula; Terence Fisher, 1958), hasta la admirable otredad del vampiro kinskiano promovido por un autor radical como Werner Herzog en Nosferatu, vampiro de la noche (1979), o la extrema estilización en la visión ofrecida por Francis Ford Coppola en Bram’s Stoker Dracula (1992), con un villano encarnado por Gary Oldman entregado a la excentricidad.

El chupasangre concebido por Robert Eggers, de la mano de un irreconocible Bill
Skarsgård, acaso pueda emparentarse con el incorporado por el despótico Klaus Kinski, y ni siquiera eso: ha nacido para degollar a sus víctimas y beberse su nutriente de vida sin remilgo alguno, cual Saturno devorando a su hijo. Además, ansía el sexo como elemento primario e indisociable de la naturaleza animal, manifestándose como un íncubo sobrenatural de cuyo peligroso influjo resulta imposible escapar. Todo ello le convierte en un monstruo que se autoconsume y pudre en una condenada vida eterna, fruto de un pacto demoníaco a mayores. Por lo tanto, es un ser necesariamente horrendo, deforme y putrefacto, dotado de una voz anciana que nace de una y todas partes a un mismo tiempo, capaz de resonar y paralizar la mente del que la escucha, ante la que solo cabe obedecer, y que cuando asoma en la pantalla aglutina un espectro sensorial que bascula entre la fascinación anómala y el asco más medroso. Poco más o menos lo que le sucede a la frágil y enamoradiza Ellen Hutter, que vive en un permanente estado de trance, poseída por el flechazo ante la imagen de su añorado amante de ultramundo, y que es retratada en numerosos planos frontales que inciden en su sufrimiento, el cual Lily-Rose Depp es capaz de transmitir con fiereza a partir de un rostro y, en especial, una mirada completamente arrebatados, fuera de sí; o sea, lejos de este plano terrenal: la condición que viene a expresar, en su conjunto, semejante conglomerado de imágenes bizarras. Una auténtica poética del horror cuyos actos de expresión meramente dramáticos, no obstante, palidecen frente al vivaz retrato ocultista -con simbología por doquier- que representa aquel fascinante engrendro.

Nosferatu extiende sus ojos transparentes e iluminados, su voz de transmundo y sus tan resquebrajadas como pétreas y atemorizantes garras más allá de la Alemania de 1838 para alcanzar un 2024 poblado de negros temores del más acá, símbolo de que el camino marcado por las bajas pasiones en momentos de debilidad social y política actúa como pegamento de la maldición y la intemperie. Pero no conviene realizar lecturas ajenas a la primordial exhibida aquí con honores por Eggers: un maquiavélico, alucinante y, claro está, alucinado trasiego por los riscos de la mitología vampírica de siglos pasados que se ve impulsado a partir de cuadros vivientes que despiertan, laten con fruición en el seno de una atmósfera malsana y acongojan en su condición de penumbra, y cuyo solo vislumbre de la luz extingue toda esperanza de redención amorosa.
