Crítica de The Shrouds (Los sudarios), de David Cronenberg

Dos años después de retomar el camino de la «nueva carne» en Crimes of the Future, David Cronenberg vuelve a incidir en una suerte de ciencia ficción distópica para abordar algunos de sus temas clásicos –sobre todo, el relativo a la obsesión por el sexo, sus traumas derivados y las vicisitudes psíquicas y corporales que acarrea– en The Shrouds, su último filme, estrenada directamente en la plataforma Filmin el 19 de septiembre bajo el título de «Los sudarios». Presentado este año para competir por la Palma de Oro en Cannes y visto en España hace apenas dos meses en el festival barcelonés D’A, la cinta aún tiene pendiente su fecha de estreno en salas, pero no hemos podido esperar más para repasarla en este espacio.

Póster de The Shrouds, dirigida por David Cronenberg

País: Canadá, Francia
Título original: The Shrouds
Año: 2024
Estreno: pendiente
Duración: 119 min.
Director: David CronenbergGuion: David Cronenberg
Fotografía: Douglas Koch
Música: Howard Shore
Intérpretes: Vincent Cassel, Diane Kruger, Guy Pearce, Sandrine Holt, Elizabeth Saunders
Género: ciencia ficción, thriller industrial
Productora: SBS Productions, Prospero Pictures, Saint Laurenth

 

MISMOS TEMAS ENVUELTOS EN EL LENGUAJE ACTUAL

A sus 82 años, el canadiense David Cronenberg parece haber tomado de nuevo carrerilla en lo que a realización cinematográfica se refiere, entregando una nueva cinta al mundo apenas dos años después de regresar –habiendo transcurrido ocho desde Maps to the Stars (2014)– con Crímenes del futuro (2022). En The Shrouds vuelve a cultivar una ciencia ficción de tenebroso aire distópico, que merodea en torno a los avances tecnológicos del presente para plantear una extraña fábula no demasiado lejana en el tiempo; nueva, pero pero en ningún caso novedosa: en ella aborda los mismos temas que siempre le han inquietado a través de esa extraña y, por lo común, feísta simbiosis psique-cuerpo, sirviéndose a tal efecto de la tecnología del momento, es decir, de la inteligencia artificial.

Diane Kruger y Vincent Cassel en The Shrouds, dirigida por David Cronenberg

Karsh (Vincent Cassel) vive atormentado tras la pérdida de su mujer, Becca (Diane Kruger), fruto de una serie de operaciones que acabaron con varias partes de su cuerpo amputadas y que le hacían malvivir, en sus últimos momentos, en un estado de salud muy disminuido, lo que, a su vez, les imposibilitaba mantener relaciones sexuales. Aquí aparece uno de los primeros temas capitales de la filmografía del genio de Toronto: de qué manera el sexo es capaz de modular el ánimo personal y las (para)filias que puede conllevar su pleno disfrute en el ser humano. Esta situación le impele a crear una empresa que permita a los familiares que pierden a un ser querido «observar» el proceso de degradación física de los cuerpos en el interior de su tumba, fruto del sudario que les envuelve, dotado de una tecnología especial; a través de una aplicación móvil, el interesado no tiene más que acercarse a la correspondiente lápida y, mediante una pantalla incrustada en la misma, podrá volver a acercarse al cuerpo llorado a través de una certera recreación en 3D de sus restos decadentes (y con posibilidad de hacer zoom hasta el más mínimo detalle). Disponemos, así, de la muerte y cómo es capaz de incrustarse en nuestra rutina diaria, casi como una forma indisoluble de la propia vida. Eros y Thanatos, esa estimulante dupla de cariz filosófico, regresa, pues, al primer plano.

Una imagen de The Shrouds, dirigida por David Cronenberg

La cuestión es si el prolongado metraje es capaz de sostener el genial extrañamiento que Cronenberg suele provocar sobre el vidente, y que aquí vuelve a hacer acto de presencia. Y sucede algo similar a lo que ocurrió en su anterior filme: son tantas las cuestiones y los dilemas que es capaz de arrojar, que difícilmente pueden engarzarse en una narrativa del todo coherente. Resulta harto estimulante ver cómo modula el empleo de la IA para debatir en torno a la deriva (auto)paródica de la sociedad de clase alta; o el uso (y abuso) del desarrollo tecnológico más puntero a modo de cura de los demonios personales, abandonada la derivada moral y explotada la vertiente económica del asunto; así como el interés por explorar la memoria del cuerpo cercano como sinónimo de placer, o la renuncia a la intelectualización del discurso científico-filosófico, e incluso el posible parentesco familiar, en pos del abrazo del disfrute carnal sin ambages.

The Shrouds se construye a partir de escenas estáticas basadas en largos diálogos, que si bien hacen avanzar la trama, no tienen un respaldo visual robusto ni tampoco irradian el mismo fulgor que brinda la(s) idea(s) que, en general, presiden aquella. Su primera parte sienta las bases e interroga con inteligencia al espectador, toda vez sumergido en una espiral de misterio sin resolver, a lo que contribuye una figura protagónica de esencia ambivalente y con la que resulta difícil identificarse; la segunda, empero, vira hacia el terreno del thriller de espionaje industrial –hay algunos ecos de esa obra injustamente tapada del nuevo siglo que es Demonlover (Olivier Assayas, 2002)–, lo que resta fuelle a la materia primordial y enreda el relato hasta el punto de confundir esta, por más que (de)genere en un final de brillante poética mortuoria.

Una imagen de The Shrouds, dirigida por David Cronenberg

Un buen ejemplo de esa suerte de disolución de los nutrientes entre los distintos vértices expuestos puede observarse en la banda sonora, de nuevo a cargo de Howard Shore, que apenas coge fuelle y se desvanece entre las pálidas imágenes que compone su amigo Cronenberg. Y, sin embargo, la obra aún retiene y bascula entre momentos de esplendor, como la capacidad de resaltar la natural fascinación del ser humano por visionar lo que hay más allá, aun sabedor de que lo que va a encontrar sea carne en estado de descomposición (¿dependencia necrófila?); también la constatación de que aún hay tiempo y esperanza para recrearnos ante una escena de sexo bien filmada, que refleje con naturalidad la pasión que late en el interior de sus cuerpos movientes; o, finalmente, que la delectación por la palabra anómala en el semejante pueda desprender un grado de influjo y sensualidad tal que no tenga otra salida, precisamente, que la de acometer ese placer carnal. Puede que sean los mismos temas, repetidos de nuevo al amparo de una impoluta fachada de tecnificación a veces difícil de asumir por más que nos veamos obligados a consumirla a diario, pero se antojan igual de fascinantes que siempre. Con independencia de la redondez en su exposición. Larga vida a Cronenberg (la vieja y, ahora también, la nueva carne).


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