En su nueva película, Alejandro Amenábar explora uno de los episodios más oscuros de la vida de Miguel de Cervantes: su cautiverio en la ciudad de Argel a partir de 1575. Reincide así en su especialización en torno al cine histórico de corte clásico y generosa producción, alejándose, cada vez más, de sus orígenes en el thriller de confección artesana y notables resultados que le brindó fama mundial. Y su aproximación a una personalidad de este renombre se centra en arrojar una versión homoerótica de su historia y de qué manera ello influyó en su supervivencia, antes que en explorar con auténtico brío su innata capacidad en el noble arte de contar historias.

País: España, Italia
Año: 2025
Estreno: 12-9-2025
Duración: 133 min.
Director: Alejandro Amenábar
Guion: Alejandro Amenábar, Alejandro Hernández
Fotografía: Álex Catalán
Música: Alejandro Amenábar
Intérpretes: Julio Peña, Alessandro Borghi, Miguel Rellán, Fernando Tejero, José Manuel Poga, Luis Callejo
Género: drama histórico
Productora: Mod Producciones, Himenóptero, Misent Producciones S.L.
HISTORIA(S) A VUELAPLUMA
Parece Alejandro Amenábar sentirse definitivamente cómodo en su acepción sobre el cine histórico. Uno de nuestros cineastas más talentosos, que revolucionó, de alguna manera, el cine español de mediados de los noventa aportando una frescura que tanto se echaba de menos, merced a cintas de género como Tesis (1996) o Abre los ojos (1997), las cuales le posibilitaron su salto a la fama mundial con Los otros (2001), de un tiempo a esta parte se ocupa en grabar su nombre en la historia universal. Tras el éxito, en su primer cambio de registro, de Mar adentro (2004), primero fue Ágora (2009), donde abordó la figura de la astrónoma Hypatia en la Alejandría del siglo IV; después viajó a la España del siglo pasado para encarar el controvertido papel que Miguel de Unamuno jugase en la Guerra Civil en Mientras dure la guerra (2019); y ahora le ha tocado el turno a nuestro escritor más (re)conocido, Miguel de Cervantes, a quien retrata en El cautivo –obviamos, entremedias, su discutido regreso al thriller en Regression (2015)–.

Por ser claro e ir directo al grano: el look actual (que ya no es nuevo) no le sienta tan bien. De hecho dista mucho de favorecerle; diría que hasta le encorseta de algún modo, acaso preso de amarrar un cierto discurso de ligadura personal que veremos a continuación. Urge decir que el director de Santiago de Chile retiene el talento y da fehacientes muestras de ello en el apartado audiovisual –recordemos que también suele ejercer como compositor de sus películas, por más que su música ocupe una función de mero refuerzo dramático de las imágenes–, confeccionado y radicado durante todos estos años en un estilo de tinte clásico, donde las generosas condiciones económicas con que cuenta en sus producciones posibilita fastuosos decorados, un impecable vestuario y, de manera general, una dirección de arte de incuestionable valía. Una arquitectura espacial que esconde rincones sorprendentes que aún logra recorrer con su cámara con cierto ingenio, rutinaria desenvoltura y siempre bajo el noble afán del puro entretenimiento.
Todo eso también se observa en la que nos ocupa, pero, por desgracia, la trama se ubica casi por completo en el interior del palacio donde se encuentra recluido un joven Cervantes, capturado por los corsarios árabes como tantos otros navegantes católicos hacia finales del siglo XVI. Es entre aquellos muros, esquivando una indecente y abominable muerte en numerosas ocasiones a raíz de su astucia o de la simple suerte, como saca a relucir y cultiva, para deleite de sus compañeros presos –plebeyos curtidos en profesiones más mundanas y algún cura de falsaria compasión– el don innato para contar historias. Y es en esos breves momentos, durante la primera mitad del metraje, cuando la narración parece contagiarse de esa mágica inspiración y las imágenes se elevan por encima de la medianía a la que, por norma, se arrojarán. También en esos (pocos) paseos de libertad de que goza el escritor por la ciudad de Argel, donde se hace patente el contraste entre la brutal reclusión y la algarabía que nace de la diversidad, permitiendo a la cámara tomar aire y respirar libertad… Por más que esta feliz convivencia se antoje cuestionable, tanto a nivel histórico como en cuanto a la veracidad interna del guion.

Lo peor, no obstante, está por llegar. Y es que el libreto, escrito por el propio Amenábar en colaboración con Alejandro Hernández, se va a orientar en la relación que Cervantes establece con Hasán, el Bajá de la ciudad (el funcionario local de mayor rango en el Imperio Otomano, comandante en jefe del ejército de la zona y con la capacidad de dictaminar la vida o la muerte de cuantos le rodean, acción, esta última, que se ejecuta con no poca sanguinolencia), dotándola de un carácter homosexual sin ambages. Esto no supone ningún problema en sí mismo considerado, ya que, en primer lugar, la cinta no se cuenta como una biografía oficial, y además, y aunque no sean la mayoría, sí hay voces que han enunciado la posibilidad de que el autor de Don Quijote de la Mancha (que después tuvo descendencia y también se casó) tuviera algunos deslices sin los que le hubiera resultado casi imposible sobrevivir en semejante ambiente; o que incluso, ya durante su estancia en el Madrid del Siglo del Oro, frecuentara algunas zonas de honorabilidad cuestionable, donde la prostitución era norma y proliferaban las mancebías masculinas (asimismo visibles en la película).

El inconveniente radica, no obstante, en el empeño en airear esta vertiente, transformándolo en discurso de facto. Las secuencias repiten el esquema de su relación sin ton ni son –ni siquiera las historias y el modo en que el protagonista las cuenta, para granjearse la confianza de aquel o, supuestamente, seducirle, se revelan a la altura de las antes aludidas–, y no se adivina una auténtica pulsión sexual fruto de las interacciones entre ambos, como tampoco ayudan a tal cometido las interpretaciones de Julio Peña y Alessandro Borghi, cuya labor se desmuestra esforzada pero, a la vez, constreñida –a diferencia de la de la mayoría de sus compañeros de reparto, quizás porque sus personajes secundarios se desarrollan con más aristas y resultan, por ello, simpáticos y bien enriquecedores–. De esta manera, lo que se obtiene es una sensación general de impostura, cuestión que no encaja nada bien con la ya de por sí discutida caracterización (u orientación, en un estricto sentido ficcional, que no sexual) de una personalidad histórica de este calibre.
Y lo que queda, por tanto, es una tremenda oportunidad perdida para honrar su memoria y poner en valía, para las nuevas generaciones, el incalculable legado que su obra, y no su vida, ha supuesto para las letras y las artes de nuestra tierra.

