Crítica de Upstream color, de Shane Carruth

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La cartelera española depara, de vez en cuando, extrañas sorpresas de incierto origen. Es el caso de Upstream color, la segunda película del director norteamericano Shane Carruth tras su críptico y bien recibido debut del que se cumplen ahora diez años: Primer. La película que nos ocupa se pudo ver, por primera vez en nuestro país, en octubre de 2013 durante la pasada edición del festival de Sitges (tras haberse estrenado el año anterior en EE.UU., después de suponer todo un éxito en su pase por Sundance), y desde entonces no disponíamos de nuevas noticias respecto de su posible estreno en salas comerciales (por escasísima que resulte su distribución), si bien recientemente se anunció su salida en formato dvd por parte del sello Cameo, adalid de este cine “diferente”. De cero a cien sin apenas haberlo vislumbrado, la repentina salida de la cueva de esta obra en nuestro país supone, en cualquier caso, un motivo de alegría para el aficionado; y es que nos encontramos ante un film apasionante, inteligente y de múltiples (e interesantes) lecturas posibles para el espectador.

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Si ya en Primer el realizador nos introducía en un inquietante y a la par desconcertante ejercicio de ciencia-ficción moderna, carente de efectos especiales notorios y donde el diálogo suponía la principal clave para desentrañar la compleja inventiva con la que los personajes jugaban a modificar el tiempo y el espacio, en Upstream color la componente genérica permanece, pero resulta evidente el proceso de refinado formal que Carruth imprime a su historia y a las imágenes que la conforman, capaz de dotarlas de un halo poético para terminar de componer un film bello por definición, pero igualmente repleto de matices y paisajes de extrema sensibilidad y dolor, aupándolo así por encima de adscripciones genéricas y defendiendo su natural y rica complejidad.

Habrá de transcurrir una gran parte del minutaje para que el espectador se haga una idea certera de lo que está presenciando, que no es otra cosa sino el proceso de transmutación corpóreo-mental entre seres vivos de distinta formación: un río de la vida cíclico que aglutina el agua, las plantas, los animales (en este caso el cerdo) y el hombre en su desafiante recorrido. Lo más parecido a una paranoia que tiene su origen en la ambición de ese último convidado, que, aprovechando sus capacidades de raciocinio, decide utilizarlas con el único objeto del enriquecimiento aun a costa del deterioro de sus semejantes. Así, la protagonista femenina es raptada y despojada de todo su dinero bajo el influjo de una droga portada por un gusano que crece en el interior de unas plantas alteradas mediante el inefable proceso anterior. Y en la última fase de éste, y como colofón para la liberación de la víctima, comienza a su vez el segundo elemento clave del experimento: la transfusión de la larva de la “paciente” a un cerdo, lo que permitirá al cuidador de la pertinente granja sentir para siempre las vivencias de sus respectivos portadores originales; quizás, en el reverso de su propia falta de estima personal, de su anulación como individuo portador de una voz propia.

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Sin embargo la cualidad rocambolesca de todo lo anterior se refleja en pantalla como un suave discurrir de nuestra condición humana, resaltándose una visible componente de fatalidad a la que no podemos escapar, como si aún estuviésemos lejos de un completo control de nuestro dominio y nos enfrentásemos a fuerzas invisibles que tienen la capacidad de romper con toda nuestra estabilidad sin que podamos hacer nada para evitarlo. No hay grandes aspavientos ni tergiversaciones a lo largo del camino descrito, sólo está la confusión que impacta de la misma manera que podría impactar el testimonio de una ejecución en primera persona; como algo inesperado y rotundo. Pues bien, en medio de todo ese caos se manifiesta la fuerza más poderosa de cuantas circundan la tierra: el amor. En equivalencia con lo ya revisado, éste no hace un forzoso acto de presencia, sino que se vislumbra espontáneo y hermoso, como si el encuentro entre las almas desvencijadas y solitarias que pululan a nuestro alrededor resultase no una condición sino un fin necesario para el equilibrio del universo descrito, estableciéndose así una suerte de justicia divina que de ninguna otra manera encontraría justificación. Así es como ella, nuestra víctima, encuentra a su alma gemela, de su misma condición. Y la relación que se establece entre ambos supone una curación para el mal aún indefinido y poco aprehensible que les rodea y solivianta; la magia verídica capaz de derribar el miedo; la unión casual que rompe las barreras de lo abstracto.

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Shane Carruth es el intérprete (como ya hiciera en su anterior film). No sólo eso: además musica, guioniza, fotografía y dirige en solitario este peculiar embrollo. Su película de ciencia y ficción que bascula gracias a la cualidad curativa del amor. Él es el encargado de retratar esas imágenes ingrávidas y transparentes, que filtran la luz para aproximar su (baja) definición al estado de ánimo de los personajes que las habitan; de explotar el colorido y la fisicidad de un entorno natural o de unos cuerpos, para así expresar la anomalía de su construcción. También él pone los sonidos, de capital importancia para con en el sentido y el tacto que imprimen las imágenes correlativas, que auspician la gravedad de los momentos, el sentir de los recuerdos y que desenlazan el misterio y ponen punto y final a la trama tal cual queremos entenderla.

Upstream color no es una cinta apta para todos los paladares. Y sin embargo supone todo un reto para aquellos espectadores más inquietos y menos prejuiciosos. Es lo suficientemente rica en matices y compleja en estructura como para revisionarla con cierta asiduidad, porque a buen seguro deparará nuevos valores en cada visionado. Carruth se antoja como un fiel valor cinematográfico, capaz de consumar unas imágenes preciosas sin por ello perder de vista la cualidad crítica inherente a su discurso, pero sobre todo construyendo un relato vasto, extraño, misterioso y sin embargo profundamente coherente; un iluminador retrato de nuestra especie con diferentes géneros diluyéndose en su provechoso torrente interior.

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