Crítica de Midsommar, dirigida por Ari Aster

julio 13, 2019 por Roberto García-Ochoa Peces

Midsommar, que se estrena el próximo 26 de julio, es la nueva película de Ari Aster, que saltó a primera plana por el extraordinario trabajo y capacidad que demostró en Hereditary (2018), su ópera prima. Se trata de un nuevo cuento de terror entroncado en ritos y costumbres paganas, solo que, en esta ocasión, cambia la oscuridad por la plena luz del día, dado su desarrollo casi por completo en una pequeña (y a priori idílica) comunidad sueca con motivo de la tradicional celebración de la llegada del solsticio de verano, adonde llegan unos invitados de nacionalidad estadounidense. Os ofrecemos la reseña del filme en exclusiva y con un par de semanas de antelación a su estreno en salas comerciales.

 
Póster de Midsommar, dirigida por Ari Aster
 

Título original: Midsommar
País: EE.UU.
Año: 2019
Duración: 147 min.
Director: Ari Aster
Guion: Valeska Grisebach
Fotografía: Pawel Pogorzelski
Música: Bobby Krlic
Intérpretes: Florence Pugh, Jack Reynor, Vilhelm Blomgren, William Jackson Harper, Will Poulter
Género: nuevo cine de terror
Productora: B-Reel Films, Square Peg

 

Aterrador duelo al sol

Dentro de la última hornada de jóvenes directores del cine de terror, que vienen a hacer reverdecer los modos de representación bajo una demostrada capacidad propia, acaso más cerebral y, sin embargo, parida bajo un mismo afán parabólico, en herencia directa de los maestros que (re)fundaran el género en el ámbito moderno hace varias décadas, aparecen nombres como Robert Eggers (La bruja, 2017), Jordan Peele (Déjame salir, 2017; Nosotros, 2019) o David Robert Mitchell (It Follows, 2014), quien, no obstante, ha explorado nuevas perspectivas en su segunda obra. Entre ellos cabe destacar otro más, el de Ari Aster, estadounidense como los anteriores, que con Hereditary (2018), su ópera prima, consiguió sorprender al respetable a partir de una obra de horror puro construida in crescendo y en la que abordaba los traumas de una familia caída en desgracia, en modélica simbiosis con una historia entroncada en maldiciones y ritos paganos.

Los nativos de Midsommar

Horror de carácter ritualista envuelto en un manto de oscuridad, como manda el canon. Justo al contrario que en Midsommar, su nuevo estreno, donde la mayor parte de la acción acontece a plena luz del día, en necesaria connivencia con los actos de celebración de la llegada del solsticio de verano a una pequeña comunidad ubicada en algún lugar de Suecia. Una coyuntura que no es propia del país nórdico, sino que se hace extensiva a la inmensa mayoría de los países europeos, que, de un modo u otro, realizan algún tipo de festividad a colación, bajo ropajes y costumbres ancestrales. De ahí la importancia que adquiere el sentido de la representación en la última película de Aster, desplegada en dos planos: uno en su forma literal, lúdico e inofensivo en primera instancia, reflejado a través de la extraordinariamente rica escenografía -en torno al “midsommarstång”, un palo de madera erecto y decorado con flores, símbolo de la fecundidad y la procreación, en torno al cual se despliegan mesas con viandas y bebidas, y gentes que visten hábitos blancos y bailan con asiduidad, conformando en su conjunto líneas geométricas extrañas que tienen en el fondo del espacio visible una suerte de portal en forma de iglesia, a cuyo interior está prohibido acceder a los visitantes-; y el otro, oculto pero que de manera paulatina se irá destapando, que ilumina un horror de cualidad atávica, incomprensible para el convidado (espectador inclusive) pero necesario para el connoisseur, simbólico de facto.

El fondo temático de la cuestión, si no el mismo, está muy próximo al que ya exhibiera en su citada obra anterior. Se trata de hacer uso y aprovechar historias fuertemente ligadas a rituales paganos para, mediante su explotación genérica (que no exime la virulencia y un insoslayable componente grotesco en su puesta en escena, cercano al delirio), explorar nuestros miedos más profundos como seres humanos. Se establece, así, un viaje de ida y no retorno al fondo del duelo íntimo a través de un angosto y quebradizo pasaje del terror, autodestructivo en su construcción y que traspasa las fronteras de nuestro mundo por su acepción fantastique. El modo empleado consiste en enfrentar a los personajes, nuestros álter ego, a situaciones extremas e insospechadas, pero a las que, empero, han llegado por una excesiva falta de prudencia, ya fuere en lo personal o en lo relativo a su entorno más cercano, manifestándose así su ulterior sufrimiento como una suerte de castigo divino. En el caso que nos ocupa, Dani, la protagonista, una chica de por sí emocionalmente inestable y que ve agravada su inseguridad a partir de la traumática desaparición de su familia, va a enrolarse en un viaje con su sufridor novio y los amigos de este acaso en busca de la liberación de ese estrés postraumático, aterrizando en un paraje a priori idílico y poblado por una comunidad de apariencia y modales jipis.

Florence Pugh, en una imagen de Midsommar

La historia conlleva, de esta manera, una disposición antagónica o de opuestos. De un lado, los visitantes, estudiantes norteamericanos que son invitados por un amigo y ciudadano sueco que reside junto a ellos, son descuidados por naturaleza y viajan, literalmente y fruto de su adicción a las drogas, para olvidar (si bien uno de ellos acude interesado por rematar su tesis doctoral en torno a la antropología del lugar); del otro, los tranquilos nativos, prendados por una luz solar que irradia felicidad y paz en este otro lado del mundo. Se consuma así la huida de las tinieblas por parte de la protagonista en busca del abrazo de una nueva luminosidad personal. Pero una vez destapada la inmundicia que subyace en el nuevo enclave quedará patente que, en realidad, se encuentra de pleno en una encrucijada existencial, situada frente a las dos caras de una misma moneda, el anverso-reverso de sociedades disímiles en la superficie, pero cuyo resquebrajamiento interno puede acontecer en cualquier instante, ya sea fruto de una locura íntima y familiar, o bien colectiva y fundada en el seno de una comunidad cerrada. Esta es la razón por la que la obra se estructura en modo circular en torno al personaje de Dani, consumándose su renacimiento cuasi espiritual, aunque el tejido narrativo se vea descosido entremedias por el escaso desarrollo de la primera parte, la cuestionable y, sin embargo, capital transición hacia la segunda -¿viaja realmente motivada por sí misma, convencida por su novio y amigos, o como fruto de un deliberado espacio en blanco en dicho espacio del guion?- o las varias líneas abiertas que deja entrever -y que tienen su mejor ejemplo en el personaje del discapacitado, potencialmente provechoso y que se introduce y abandona como gancho (falsamente) misterioso-, cuestiones que vendrían a demostrar el mayor músculo de Aster en el terreno visual.

Y es que el director de Nueva York se erige como un auténtico maestro de la planificación y composición en el plano, inundando este de elementos que arrojan una explicación al aparente sinsentido que padecen los invitados a esta terrorífica fiesta de la incomprensión. Dispone y juega con ellos para avecinar temores -véanse los numerosos y elocuentes dibujos desperdigados en las paredes de la estancia del dormitorio, o los que muestra en un fugaz travelling lateral, a modo de acongojante cómic surrealista-; hace un inteligente uso del fondo de campo en los numerosos planos generales que pueblan el filme, asimismo del sonido en off, de cara a insuflar inquietud a través de los extraños movimientos de las figuras situadas más lejos; y por último, rompe el reposo habitual con el que late el relato merced a la brusca introducción de arrebatos de locura en forma de imágenes explícitas, primeros planos turbadores y horrendos que funcionan como un mazazo sensorial, moviendo el ánimo de todos los implicados y logrando su objetivo de permanecer sobre la retina del espectador aun pasados los minutos de su proyección (un impacto en el que no poco tiene que ver la espeluznante e incremental banda sonora de Bobby Krlic, más conocido por su alias de The Haxan Cloak, quien compone un perfecto matrimonio sonoro para aquellas).

Una imagen del discapacitado en Midsommar

Midsommar no es original en su planteamiento y bebe sin disimulo de esa fuente inagotable del terror pagano a plena luz del día como es The Wicker Man (Robin Hardy, 1973), así como de otros terrores colectivos más recientes, caso de The Sacrament (Ti West, 2013), y sin embargo la radicalidad de su discurso, su rico despliegue simbólico y el vigor de su puesta en escena la sitúan como una de las cintas de género más destacables de toda la temporada. Y, sobre todo, viene a confirmar a Ari Aster como uno de los nombres más firmes a seguir dentro del nuevo y estimulante panorama del cine de terror surgido en el último lustro.

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